¡Con qué alegres cantares, oh ruiseñor, celebras tu dicha y de tu amada el tierno afán recreas! Ella del blando nido te responde halagüeña con pïadas süaves y se angustia si cesas. Las otras aves callan; y el eco tus querellas con voz aduladora repite por la selva, mientras el cefirillo de envidioso te inquieta, las hojas agitando con ala más traviesa. Tú cesas y te turbas; atento adonde suena te vuelves y cobarde de ramo en ramo vuelas. Mas luego, ya seguro, los silbos le remedas, el triunfo solemnizas y tornas a tus quejas. Así la noche engañas, y el sol cuando despierta aún goza la armonía de tu amorosa vela. ¡Oh, avecilla felice!, ¡oh, qué bien la fineza de tu pecho encareces con tu voz lisonjera! Ya pías cariñoso, ya más alto gorjeas, ya al ardor que te agita tu garganta enajenas. ¡Oh!, no ceses, no ceses en tal dulce tarea, que en delicias de oírte mi espíritu se anega. Así el cielo, tu nido, de asechanzas defienda, y tu amable consorte fiel por siempre te sea. Yo también soy cautivo; también yo si tuviera tu piquito agradable te diría mis penas, y en sencillos coloquios alternando las letras, tú cantarás tus glorias y yo mi fe sincera; que los malignos hombres burlan de la inocencia, y expónese a su risa quien su dicha les cuenta.
A un ruiseñor: Oda XI
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