Salud, riente Aurora, que entre arreboles vienes a abrir a un nuevo día las puertas del oriente, librando de las sombras con tu presencia alegre al mundo, que en sus grillos la ciega noche tiene; salud, hija gloriosa del rubio sol, perenne venero a los mortales de alivios y placeres. Tú de eternales rosas ceñida vas las sienes, mientras tu fresco seno flores y perlas llueve; tú, de brillantes ojos; tú, de serena frente, y en cuya boca manan risas y aromas siempre. Cuando la hermosa lumbre de Venus desfallece, de ópalo, nácar y oro velada le sucedes; y el pabellón alzando en que su faz envuelve tu padre el sol, sus huellas, nuncia feliz, precedes. Tu manto purpurado, flotando al viento leve de las eoas plagas, del cielo se desprende, hinche el espacio inmenso, y de su grana y nieve las bóvedas eternas matiza y esclarece, en cuanto alegre cruzas por sendas de claveles, desde su excelsa cumbre al cárdeno occidente. El sol que en pos te sigue tus vivos rosicleres inflama, y retemblando por verlos se detiene hasta que entre sus llamas tú misma al fin te pierdes y en su torrente inmenso envuelta despareces; si no es que tan penada de tu Titón te sientes, que por sus brazos dejas ya la mansión celeste. Los céfiros fugaces, que en un letargo muelle las flores en su seno rendidos guardar quieren, con tu calor se animan, las prestas alas tienden y en delicioso juego las liban y las mecen, de do a las aves corren que aún en sus nidos duermen, con su vivaz susurro pugnando que despierten a darte, oh bella Aurora, los dulces parabienes y henchir con su alborada las auras de deleite. Tú, en tanto más graciosa, en luz y en rayos creces, que en transparentes hilos cruzando al viento penden. Las cristalinas aguas cual vivas flechas hieren y hacen de bosque y prados más animado el verde, a par que sus cogollos alzan las ricas mieses y abriéndose las flores sus ámbares te ofrecen, que a la nariz y al seno y al labio que los bebe de su fragancia inundan y a mil delicias mueven. Y todo bulle y vive y en regocijo hierve rayando tú, que al mundo la ansiada luz le vuelves. Haz, ¡ay!, purpúrea diosa, que como en faz riente un día fausto y puro benigna nos prometes, así en mi blando seno, sin ansias que lo aquejen, la paz y la inocencia por siempre unidas reinen.
A la Aurora: Oda VIII
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