Un año, un año ¡oh dulce madre mía!
que lejos estoy ya de tu presencia,
desde aquí bendiciendo tu existencia,
tus caricias, tus besos y tu amor;
y ante el cielo pidiéndole de hinojos,
que la apacible luz de tu mirada
siempre irradie en mi frente deshojada
su puro y cariñoso resplandor.
Si el aliento febril de mis pasiones
quemó la flor que el céfiro mecía,
al rayo de tus ojos, madre mía,
renacerá otra vez mi juventud.
Y rasgadas las sombras que hoy me cercan,
los más gratos recuerdos de la infancia
exhalarán de nuevo su fragancia
mis dolencias calmando y mi inquietud.
Mas ora, sin gozar de tus caricias
no hallando donde quiera sino abrojos,
sin el fecundo campo de tus ojos
como una flor marchita siempre estoy;
y al caer la tarde, por el bosque umbrío,
pensativo me interno paso a paso,
y a la luz moribunda del ocaso
tristes memorias repasando voy.
Si a tu hijo desde allá mirar pudieras
sobre una roca puesto de rodillas,
y bañadas en llanto sus mejillas
repitiendo tu nombre en su oración;
entonces comprendieras cuánto te amo,
cuánto te quiero yo ¡oh dulce madre!
y cuánto la memoria de mi padre
acibara en tu ausencia mi aflicción.
¿Lo recuerdas?... La luna macilenta
trémula despuntaba por el monte,
plateando blandamente el horizonte
al rayo virginal de su alba luz;
y mi padre... mi padre en aquella hora
apenas respiraba ya en su lecho,
teniendo reclinada sobre el pecho
la imagen sacrosanta de Jesús.
Llorabas tú, y al grito de tu pena
se reanimó el semblante de tu esposo,
y su mano extendiéndote amoroso
tu idolatrado nombre murmuró.
Y vertiendo a torrentes mudo llanto,
doliente contemplábasle de hinojos,
y clavados sus ojos en tus ojos,
entreabriendo sus labios, expiró.
¡Ay! desde entonces llevo en mi memoria
grabado su semblante moribundo,
pensando ver, en mi dolor profundo,
donde quiera a mi padre agonizar;
oigo su voz que imita tristemente
el vago viento en la desierta playa,
y cuando el sol fatídico desmaya
su sombra miro pálida cruzar.
¡Y un año que las flores de su tumba
con mi llanto infeliz ya no he regado,
y que triste a los vientos ya no he dado
mi vago y melancólico cantar!
Pero al fin, ya muy pronto ¡oh madre mía!
se cumple de mi ausencia el duro plazo,
y, después de dormir en tu regazo,
volveré su sepulcro a visitar.
Y aunque es cierto que sólo y desgraciado
yo no tengo en mi patria alma querida
que al verme de placer estremecida,
su pecho sienta con afán latir;
tú los brazos abiertos me preparas
y cuando llegue, de contento loca,
el casto beso de tu amante boca
con ternura en mi frente has de imprimir.
¿Ni qué amor puede hallarse aquí en el mundo
que no sea una sombra, una quimera,
ni qué amante por noble que ella fuera
más piadosa que tú podría ser?
Y es por eso que llena de amargura
con tu llanto regaste, madre mía,
las flores que en mi sien quemara
un día el ardiente mirar de una mujer.
En lo más bello de mis tiernos años,
lenta fiebre mi vida consumía,
y en mis entrañas un volcán ardía
en perenne y activa conmoción.
Y pálida mi frente como el lirio
que el sol abrasa en la áspera llanura,
se inclinaba marchita y sin frescura
al incendio voraz de mi pasión.
Y víctima infeliz de una mirada,
en la noche mis lágrimas corrían,
y lánguidos mis ojos te decían
lo que en vano deseaba yo ocultar;
pero tú, recordando esas caricias
que el gemido arrullaron de mi cuna,
mis lágrimas de fuego una por una
indulgente supistes enjugar.
Sí: tú me quieres cual la selva quiere
sus auras, sus perfumes y sus flores;
y al sondear mis íntimos dolores
sólo tú tienes de ellos compasión;
porque ves que a los golpes de la suerte
en mi pecho una arteria se halla rota,
y que es sangre que salta gota a gota
el llanto de mi herido corazón.