Un día que en la vega, bajo el nogal copado que da a su fuente sombra con los pomposos ramos, cantaba entretenido con inocente labio de mi suerte la dicha, las delicias del campo, casi a mis pies seguras se bañaban jugando las sencillas palomas en un limpio remanso. Su bullicio y arrullos, y sus besos y halagos me cayeron absorto la lira de las manos. Libre yo y ellas libres, y uno así nuestro estado, por instantes se hacía mi embeleso más grato. Una en medio las aguas, cual pequeñuelo barco, ufanándose riza su plumaje galano; otra fija bebiendo del vivo sol los rayos y en el raudal se sume para templar su estrago; otra extiende las alas cual dos móviles brazos y al corriente se entrega que la va en pos llevando; y otra en plácido giro revolante en el llano, torna cien y cien veces del uno al otro lado, agitándose todas y corriendo y saltando y cruzando y tejiendo mil revueltas y lazos, cuando allá de las nubes, cual flamígero rayo, un milano sobre ellas precipítase aciago que en sus uñas agudas para bárbaro pasto de sus pollos, ¡ay!, roba la más bella inhumano, sin bastar a salvarla en tan súbito caso de mis palmas y gritos el estrépito vano. Derramado y sin orden, con mortal sobresalto del ladrón ominoso huye el tímido bando. Y yo, el alma cubierta de amargura y espanto, con la vista le sigo, con mi voz le amenazo. ¡Desvalida inocencia, siempre mísero blanco del poder fiero, siempre de sus iras estrago!
De unas palomas: Oda XIII
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