¡De Ovidio los dulces versos qué tristes lecciones guardan! Cuando la tarde las sombras prolonga de las montañas, yo, al pie de los viejos olmos que el arroyo copia y baña, leí de Orfeo y de Eurídice, meditabundo la fábula. Al hondo averno desciende el bello cantor de Tracia, diciendo al son de la lira las concertadas palabras, y al resplandor de su frente la eterna noche se rasga, y al eco de su voz dulce el duelo eterno se aplaca. Por la faz de las Euménides, ruedan las primeras lágrimas; Tántalo olvida las ondas de las fugitivas aguas; Ixión detiene su rueda; los buitres, que las entrañas de Ticio devoran, cesan el cruel festín; con sus ánforas vacías al canto atienden de Belo las hijas pálidas, y hasta Sísifo sentado sobre su peñón descansa. Absorto el báratro escucha las enamoradas ansias que, con cadencioso metro, la lira de Orfeo exhala; y él, de Eurídice seguido, por entre las sombras pasa, robando al tártaro aquélla que es la mitad de su alma. Ya dejó el antro; ya mira lejana la luz del alba; ya puso un pie de Aqueronte sobre la temida barca: ¿Por qué enmudeció su lira?... ¿Por qué su canción se apaga?... ¡Roto el encanto del himno que las contenía esclavas, de nuevo las negras Furias a Eurídice le arrebatan! -Yo pensé: La poesía baja así al fondo del alma, antro donde las pasiones, cual fieros monstruos, batallan. A su resplandor celeste los duros tormentos paran, y, rescatado el espíritu, desplega libre las alas para volar hacia donde la inspirada voz le llama; pero, al apagarse lentas las vibraciones del arpa, mueren con ellas las breves horas de amor y esperanza.
Orfeo
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