Es un camino. Debe ser en Grecia vieja.
Para un lado, va el valle enriqueciendo su flora, para el otro, la tierra, árida, se enferma. Son el lado del campo; el lado del pueblo.
Algo: dos sombras, dos almas, corren en dirección opuesta.
Con pequeño esfuerzo vese mejor.
El que viene del campo, es un viejo; va despacio y parece llevar una carga. El que sale al campo es joven, va rápidamente y algo parece aletear entre sus brazos.
Al encontrarse el muchacho, impaciente, habla primero:
-¿Qué llevas, viejo, que tanto te encorva?
-Siete verdades llevo, que he arrancado a mi alma para dar al mundo.
Y a su vez pregunta:
-Y tú ¿qué llevas que caminas tan alado?
-Una belleza llevo, que he arrancado al mundo, para dar a mi alma.
Ambos siguen sus caminos diferentes; el viejo, los ojos bajos, el paso lento; el muchacho, la frente alta, el correr ligero. Uno pensando, el otro sintiendo.
Más el viejo, cansado, descarga sus verdades, y un momento se vuelve para mirar al muchacho, cuya mancha vivaz va empequeñeciéndose hacia el horizonte.
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Buenos Aires, 1918.