En la coronada villa,
calle del Humilladero,
número ochenta, tercero,
con honores de guardilla,
vive doña Blasa Ortiz,
señora muy campechana,
muy gorda, muy charlatana,
muy pobre y muy infeliz;
viuda de un tal don Silverio
Trigueras, que fue empleado
en no sé qué negociado
de no sé qué Ministerio.
Lo cierto y seguro es
que, por ir sin capa un día,
se murió de pulmonía
el año sesenta y tres,
dejando el pobre Trigueras
–como recuerdo, sin duda–
varias deudas, una viuda
y tres niñas casaderas.
Tres que, si fueran bonitas,
hallaran colocación;
pero, por desgracia, son
muy feas las pobrecitas.
Y en vano para casarlas
doña Blasa corre y suda;
no encuentra la pobre viuda
el modo de colocarlas.
–¡Esto no ha de ser eterno!
(dijo la madre hace días);
es necesario, hijas mías,
pensar en que entra el invierno;
que si aquí solas estamos
cosiendo a todo coser,
ninguno puede saber
lo que todas deseamos.
Por consiguiente, decido
hacer lo que Cachupín,
a ver si al cabo y al fin
se presenta algún partido.
Y aunque nos cueste un derroche,
de este invierno no pasa;
nos quedaremos en casa
los domingos por la noche.
Hicieron la invitación,
llegó el día señalado,
y ni uno solo ha faltado
a tan grata reunión.
Nadie, por lo atenta, vale
lo que esta pobre mamá,
que anda de acá para allá,
y habla, y corre, y entra, y sale.
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Componen el mobiliario
de la diminuta sala:
un reloj que no señala,
una cómoda, un armario,
dos marquesitas tronadas
(que así las puso el abuso);
cuatro sillas en buen uso
y siete perniquebradas;
un sofá (¡que Dios sabrá
los muelles que tiene dentro!)
un velador en el centro
(del salón, no del sofá).
Hay en una rinconera
un acerico muy mono,
un busto de Pío Nono
y varias frutas de cera.
La cuestión del alumbrado
está a cargo de un quinqué,
con un tubo que no sé
si es que está roto o manchado.
Y tiene, en fin, doña Blasa
en la sala en que se engríe,
una estera que se ríe
de la dueña de la casa.
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La gente, a decir verdad,
por lo que yo he conocido,
es de lo más distinguido
de toda la vecindad.
Una señora muy flaca
con una niña muy seca,
y otra como una manteca,
que va en busca de casaca.
Dos jóvenes delineantes
que buscan colocación;
un músico de afición
y cinco o seis estudiantes.
Una señora muy fina
que dicen que tiene estanco;
un sastre del sotabanco;
dos horteras de la esquina;
un señor que es oficial
cuarto o quinto de Fomento,
y un cura de regimiento
que vive en el principal.
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Nada olvidó doña Blasa
–que ella no falta a la moda–
y para obsequiar a toda
la gente que honra su casa,
ha dispuesto con primor
–dándose a sí propio brillo–
en el oscuro pasillo
el buffet que es de rigor.
Buffet de que dan señales
una bandeja muy vieja,
y encima de la bandeja
cuatro copas desiguales.
Y a falta de buen champaña
encuentra la reunión
agua pura a discreción
en un botijo de Ocaña.
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–Pero, señores, ¿qué es esto?
(dice doña Blasa): ¿estamos
en misa? ¡Qué! ¿no bailamos?
–¿Usted también?
–¡Por supuesto!
–Vamos, pollos, ¿qué les pasa?
Niñas, quitad esa mesa.
¡Jesús, y cuánto me pesa
no tener piano en la casa!
Pero, no importa, ¡qué diablo!,
¡se tararea, y en paz!
¡Vamos!, ¡si yo soy capaz!...
¡Sepárese usted, don Pablo!
–¡Señora!
–¡No quiero riñas!
¿Sabe usted lo que le digo?
–¿Qué?
–Que cante usted conmigo,
para que bailen las niñas.
–¡Si no se puede, mamá!
–¿Qué no se puede? ¿Por qué?
–¡Pues no le está viendo usted!
Esto es muy pequeño.
–¡Ya!
Pues entonces jugaremos
a juegos de prendas. ¡Sí!
¡Déjenme ustedes a mí
que proponga! A ver... ¡Pensemos!
¡Mi memoria es tan infiel!...
¡Por Dios!, no arrimen ustedes
las sillas a las paredes,
que se estropea el papel.
Conque, ¿qué hacemos al fin?
¡Jesús! ¡Ahora que reparo!
¡Pues si está aquí don Genaro!
¡Toque usted el violín!
-No lo he traído.
–¿Qué escucho?
¡Vaya usted por él ahora!
–¡Vivo muy lejos, señora!
–¡Caramba! ¡Lo siento mucho!
¡De veras que lo lamento!
¿Quién con música se aburre?
Pero, hombre, ¿a quién se le ocurre
venir sin el instrumento?
¡Pensemos en otra cosa!
¡No hemos de estarnos así!
¡Pues si no fuera por mí!
¡Ay!, ¡qué juventud tan sosa!
¡No inventan nada! ¡Es chocante!
¿Qué es eso? ¿Han llamado? ¡Voy!...
Al punto de vuelta estoy.
¡Si es don Frasquito! ¡Adelante!
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(El don Frasquito presente
es un señor malagueño,
muy rechoncho, muy pequeño,
muy feo y muy ocurrente).
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–¡Pase usted! ¡En qué ocasión
tan oportuna ha llegado!
¡Es el hombre más salado!
¡Ya tenemos diversión!
Aquí, tome usted asiento.
¡Niñas, señores, chitito!
¡Vamos, señor don Frasquito,
cuéntenos usted un cuento!
–Señora, ¡si yo no sé!...
–¡El que usted quiera!
–¡Si yo!...
–No me diga usted que no,
porque me incomodaré;
ocupe usted esa silla,
¡Mucho silencio un momento!
–Pué señó, contaré er cuento
de un sordao de Sevilla.
–¡Ese mismo, sí señor!
¡Venga el cuento del soldado!
Estando este hombre a mi lado
no comprendo el mal humor.
–Pué señó, ¡vamos allá!
Er sordao de mi cuento...
–¡Aguarde usted un momento!,
usted me dispensará.
Luego seguirá contando,
¡Niña!
–Mamá, mande usted.
–Quítale luz al quinqué,
que ese tubo se está ahumando.
Prosiga usted, don Frasquito.
–Pué señó, que ocurrió un día
que mi sordao tenía...
–¡Espere usted un poquito!
Se me ha figurado oler
que se quema el estofado.
¡La chica se habrá olvidado!...
Con permiso, voy a ver...
¡Estoy de vuelta al momento!
¡Aguarde usted, don Frasquito!
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¡Lo que me olía era el frito!
Vamos, siga usted el cuento.
-Pué señó, que er caso fue
que mi sordao...
-¿Han llamado?
Sí, sí, no me he equivocado.
¿Quién será? ¡Perdone usted!
¡Si son las de Zaragata!
¡Vengan ustedes acá!
¿Cómo queda la mamá?
¿Por qué no viene la ingrata?
¿Sigue peor del flemón?
¿Se ha quedado en casa sola?
¿Qué tal, Rita? ¿Qué tal, Lola?
¿Qué tal, Luis? ¿Qué tal, Ramón?
¿En dónde está el otro hermano?
¿Se ha sabido de Mercedes?
¿Por qué no han venido ustedes
un poquito más temprano?
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(Sigue la buena señora
con mil preguntas como estas
y en preguntas y respuestas
se pasa más de una hora).
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-¡Oigamos con interés
al andaluz más salado!
¡Siga el cuento del soldado!
-¡Pué señó, que er caso es
que mi general...
-¡Frasquito!
¡O ese es otro o no lo entiendo!
¿No ha empezado usted diciendo
que era un soldado?
-¡Er mesmito!
¡Era un sordao, sí tal!,
pero dende que he empesao
este cuento, ¡mi sordao
ha ascendío a general!