Tú vives, cara hermana, todavía, y el desgraciado huérfano que vaga por lejanas regiones, desconfía si hay quien lamente su fortuna aciaga. Respiras, Soledad, y la alegría ni un solo instante el corazón halaga. ¡Ay! Sí, vives, y me amas; mas los mares te impiden consolarme en mis pesares. ¡Quien sabe si entre tanto que mi pecho estos versos me inspira enternecido, tu mente no atraviesa el largo trecho que hay entre ti y el triste que has querido! Llegas, y el corazón que satisfecho no pudiera jamás haber vivido, ya no apetece nada, y tu dulzura para siempre me llena de ventura. Todo, todo es un sueño; cada día el sitio do padezco abandonando, vuela hasta ti mi loca fantasía, y te allego a mi pecho palpitando. ¡Dulce instante! Tú solo el alma mía sabes llenar. Mas, ¡ay!, que disipando tan dulce error, recuerda mi tristeza de mi mísera suerte la crudeza. En mi torno la vista tiendo en vano; llanto, penar amargo y desconsuelo circundan solo a tu infeliz hermano. Nadie siente mis males; denso velo oculta mi existencia a todo humano. Nadie mi voz conoce, y sólo al cielo y a ti, mi Soledad, en mi quebranto mostrar puedo mis penas y mi llanto. A veces cuando, en busca del reposo, dormir deseo y olvidar mis males, no puedo el pensamiento vagoroso detener un instante, y eternales son para mí las noches. Pavoroso veo y recorro sitios sepulcrales, y la sombra de un padre o de Teresa conmigo los recorre y atraviesa. O si en sueños acaso una hermosura a mi vista se ofrece, se apasiona mi pecho juvenil, y la amargura un instante siquiera me abandona. Pero ¡ay mi Soledad! ¡Cuán poco dura este placer facticio! Si ambiciona mi pecho ser amado, ni aun en sueño durar puede un querer tan halagüeño. Solo, solo por siempre... es la sentencia que contra mí el destino pronunciara. Hasta en la misma edad de la inocencia, en esa edad feliz, jamás hallara de un amigo a mi lado la presencia. ¡Cuán infelice soy! La suerte avara patria, amistad y padres me ha negado, dejándome en el mundo abandonado. En esta tierra extraña, de la muerte si el inhumano golpe me oprimiera, ¿Quién lastimara mi infelice suerte? ¿Quién, quién por mí una lágrima vertiera? ¡Ah Soledad, no puede enternecerte mi aislamiento fatal!... Mi hora postrera no causará el dolor de un tierno amigo, ni habrá quien padecer quiera conmigo. Yo moriré, y al punto sepultado quedará para siempre en el olvido un nombre que no fuera hoy ignorado si el destino me hubiese protegido. Nadie en el mundo, nadie apiadado al recordar mi nombre, enternecido dirá: yo fui su amigo, yo le amaba, y en su amargo penar le consolaba. Perdona, o Soledad; tanto tormento, tan largo padecer, y el horroroso porvenir que en mis raptos me presento, hasta injusto me han hecho. Soy dichoso, tú me amas, Soledad; ya nada siento más que placer y dicha. Tú el reposo vuelves al pecho mío. ¡Si te viera cuánto fuera mi suerte lisonjera! Pero ¿por qué no cesan mis pesares? ¿No voy a abandonar estas riberas para volver a ver los patrios lares? Sí, volverán las horas placenteras que en la orilla pasé del Manzanares. Sí, hermana; mas si un día sorprendieras mi rostro con el llanto humedecido... recuerda cuantas penas he sufrido.
A mis queridos hermanos Agustín y Soledad
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