Una vez sola, o numen de alegría, una vez sola endulza mis cantares, los de aquel que jamás pulsó su harpa sino al claror de antorchas funerales. Hoy el amor, cual amo, me avasalla, él me arrastra hasta el pie de sus altares, él mi labio desata... Dios o monstruo, tú enfrenas por un día mi coraje. A la puerta divina de tu templo himeneo en mirarte se complace, el que sin ti es la hidra de Lernea, y por ti protegido es sólo un ángel. Así será para mi tierno amigo, que halló dolor al alto de los Alpes, en la ciudad hermosa de Pizarro, y en el piélago inmenso de los mares. Doce veces la tierra en su carrera midió el sol, cuando el fin de tus pesares sonó, Damón, en el reloj sagrado, y el amor te dio fuego que te abrase. Felice tú que adoras a quien ama, que sientes los latidos de quien late, que recoges sus lloros en tus labios, y suspiras tal vez por leves males. Al lado de tu esposa, Damón mío, sólo mora una paz interminable, y nadie hay cerca de ella desgraciado, sino el triste que entona estos cantares. Si así, porque sus penas son eternas; sus penas que bondoso tú escuchaste en la ciudad del reino de los Incas, do la amistad a entrambos nos fue madre. Hoy ¡cuán distintos! La amistad nos une, y en eso nuestros pechos son iguales, pero tú gozas de indecible dicha, mientras que a mí me oprimen nuevos males. Mas sé feliz, mis penas se mitigan al contemplar que vives sin pesares; mientras tanto yo pobre pido al cielo para cantar tu dicha voz suave.
A Damón
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