Así bramaba el trueno de venganza, y asimismo la brisa tempestuosa silbaba entre las vergas del navío; ya el marino, burlado en su esperanza, da un recuerdo a su patria y a su esposa, y a la vista del puerto pierde el brío. Y la mar inclemente crece y crece, y crece sin cesar y se levanta; un hombre entre las olas desparece, y el que le ve ni tiembla ni se espanta. Que el pavor también tiene su barrera, y si la copa es llena de amargura, el mortal sin temblar la considera, la agarra sin temor y así la apura. Lo mismo que sin gozo apuraría la copa del placer o de la gloria. ¡Ah! ¿Por qué muere el héroe en solo un día sin legar ni una página a la historia? ¿Y por qué el genio altivo del poeta remonta, cual el águila, en su vuelo, y al escuchar la voz que le interpreta rueda, cubierto en polvo, desde el cielo? ¡Ah! Yo lo sé; mi mente que altanera gloria soñó, soberbia lo adivina. ¡Si el mortal sus deseos conociera! Caprichoso querer, ¿quién te domina? La divisa del hombre es la inconstancia; del hombre que desea y más desea, y sueña y sueña aún con arrogancia, y contra su querer jamás pelea. Y si una vez al gusto da alimento, de nuevo ve brotar, en mies eterna, con empeño fatal, querer violento que le humilla altanero y le gobierna. ¡Mortales! ¿qué querer no os avasalla lo mismo que la rama de la encina al son de tempestad, que gime, estalla, temblando su cabeza al suelo inclina? Yo también, en mi vago pensamiento, soñé que la tormenta pasaría, y cuando el mar bramaba, yo contento, «valor, oh marineros», repetía. Y mi voz que luchaba con el trueno el espanto llevaba a cada parte. «A la muerte, marino, te condeno, si no tienes valor para salvarte». Fue escuchada mi voz, que ya se agita el brazo ennegrecido, y forcejea con el mar que se eleva y precipita cual un brazo de hierro en la pelea. Y al ver esas montañas agitadas que amenazan despecho y luego muerte, el tronar, -y las velas ya rasgadas, nadie dice: «yo soy bastante fuerte». ¡Qué obscuridad oculta el precipicio! Si el relámpago horrendo no estallara, no vieras el altar del sacrificio, y perdón tu voz trémula implorara. No implores, no, no implores; ¿tienes miedo? Llora un momento, llora por tu esposa, y luego está tranquilo, si no ledo, y no temas el peso de la losa. Que tendrás por sepulcro, marinero, el indómito mar en que has vivido, y al exhalar tu pecho el ay postrero ni tu cuerpo ya más será oprimido. Mas por entre las nubes de vapores que circundan la nave destrozada se oye una voz que acalla los clamores, y repite a la turba desolada: "Moriréis, marineros inocentes, que el soplo del culpable va a aterraros; yo castigo uno solo entre mil gentes, y más es castigarle que salvaros." Y entonces un ruido mal formado de cadenas, de voces y de trueno se eleva hasta los cielos. -Ya ha cesado, y el mar vuelve a bogar con duro freno.
La tempestad
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