I
Tiembla la pluma en mis manos,
el llanto a mis ojos brota
y en silencio y gota a gota
va cayendo en el papel;
y como no hallo una queja
harto doliente y sentida,
con la pluma suspendida
lloro tu destino cruel.
¡Ay! el mundo enturbió impío
de tu vida la onda pura
y ante ti ¡pobre criatura!
rugió negra tempestad;
y cruzando las regiones
de un sombrío escepticismo,
¡te lanzaste en el abismo
de la oscura eternidad!
II
Ninguno como yo te comprendía:
todo lo grande tu alma arrebataba
y en tus ojos chispeantes se irradiaba
el fuego de tu ardiente corazón.
Serena desafiando las tormentas,
nunca viose tu frente oscurecida;
pero al dejar las playas de la vida
cobarde fue tu heroica abnegación.
¡Ah! ¿cómo no rompiste horrorizada
ese cáliz fatal que hirvió en tu pecho,
al contemplar en su tranquilo lecho
al hijo caro de tu tierno amor?
En esa hora terrible de martirio ya,
en tu pesar, tal vez estabas loca,
cuando pusiste en su inocente boca
el mudo beso de tu amargo «adiós».
¡Pobre mujer! ya duermes en el polvo,
mas nadie te ha de alzar una plegaria,
ni ha de verse en tu huesa solitaria
la bendita figura de una cruz.
Y sólo el astro que alumbró tu cuna,
al caer moribundo en occidente,
verterá en tu sepulcro tristemente
el pálido fulgor de su áurea luz.
Vosotros, los que fuisteis sus amigos,
compadeced su muerte desastrosa,
y en el duro peñasco en que reposa
plantad siquiera un fúnebre ciprés;
y al menos este frágil monumento
consagrado a su bárbaro suplicio;
no olvidéis su terrible sacrificio,
y visitad su tumba alguna vez.