La fiesta de Venus

Ya del oscuro Citerón las cumbres bajaba el sol a trasponer, vertiendo ríos de luz sobre los verdes mares, cuyos abrazos lánguidos, y besos dulces y prolongados, adormecen los grupos de las islas del Egeo Helios guiaba sus caballos de oro hacia el collado de la augusta Delfos, y en las rocas de Egina y las abruptas cimas sagradas del antiguo Himeto sus reflejos de púrpura bañaban los bosques de olivares cenicientos, por donde va, entre franjas de verdura, del Cefiso el caudal siempre risueño. Sunium extiende la azulada sombra de su alto promontorio sobre el lecho de las calladas ondas, y en la cumbre blanco se eleva de Minerva el templo, donde Platón meditabundo entabla coloquios con las musas del silencio. De allí descubren los pasmados ojos todo el golfo del África, y los senos de sus risueñas costas, y el enjambre de sus pequeñas islas que, en el terso cristal, parecen cual bandada de aves fugitivas del África, que el sueño detuvo allí una noche, y que a otros climas, tornando el alba, emprenderán su vuelo. Bajo del ancho pórtico, en las gradas que hasta el atrio conducen, sobre el fresco césped que brota entre las blancas piedras, de las columnas jónicas sustento, Platón descansa entre el amado grupo de sus fileles discípulos, que atentos ora a la voz de su elocuente labio, ora el rumor del mar, que en sordo estruendo bate del cabo las diformes rocas, ora a las quejas lánguidas del céfiro yacen inmobles semejando aquellas escenas de los dioses que el eterno cincel de Fidias, en los anchos frisos, supo trazar del Partenón soberbio. Callados miran, de la clara tarde a la mudable luz, tierras y cielos prolongarse sin límites. La noche sube ya por las faldas del Taigeto; pero aún el rayo trémulo del día brilla sobre el sepulcro de Teseo. Callados miran de la mar hirviente los vívidos cambiantes y el incierto vaivén de sus llanuras solitarias, que leve impulsa pasajero el viento; cuando, en sus frescas ráfagas, la brisa trajo a su oído el rumoroso eco de la confusa multitud, que invade las murallas de mármol del Pireo. Largos trirremes de encorvadas proras con la estatua de un dios; con los abiertos velámenes de púrpura, que ciñen cuerdas de seda pérsica, al ligero soplo del aire henchidos; con la popa de oro y marfil ornada, y con los remos blancos cayendo en uniforme golpe sobre las quietas aguas, desde el puerto bogaban hacia el mar, y al clamoroso grito de despedida, los viajeros de las gallardas naves, agitando ramas de mirto y en la sien ciñendo frescas guirnaldas de fragantes rosas, de, ¡adiós!, mandaban el alegre acento. «Mirad: la primavera -dijo Platón- con sus templadas lumbres ya de la azul esfera bajó de Grecia a las desiertas cumbres; ya de las urnas de los sacros ríos brotó el caudal sonoro, y en los valles umbríos, cabe las fuentes, las risueñas ninfas danzan en raudo coro, sus pies mojando en las fugaces linfas. Abril sobre la tierra llegó seguido de inocentes juegos, y en todo pecho virginal encierra del casto amor los poderosos fuegos. Ya la guirnalda trémula corona los álamos y acacias, y el himno alegre de la vida entona el grupo de las Gracias. Mirad: esas veleras naves que van sobre la mar sombría, dejando atrás de Atenas las riberas, mañana, cuando el día trace en Oriente la argentada raya, nuncio del sol, entre la niebla fría verán de Chipre la extendida playa, donde, con voz doliente la madre de Afrodites, a la ausente hija llamando, lánguida desmaya.» Calló, y las naves avanzando raudas dejan atrás el mágico archipiélago de las Cícladas islas, y en las aguas navegan ya del cabo, hacia el estrecho encaminando el rumbo. A Chipre llevan, para postrarse ante el altar de Venus, los peregrinos del amor, que el voto de ver la diosa del abril hicieron. Sobre la popa en grupo las doncellas, al compás de acordados instrumentos, tejen las danzas de la Frigia, en tanto que, en ritmo jonio, el coro de mancebos, al blanco soplo de la tarde, entrega el himno sacro en cadenciosos versos.

Collection: 
1856

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