En Sagunto

Meditación Era el primero de noviembre. Lánguido el sol, bajando al Occidente, el velo de las nubes inmóviles teñía de oro, de rosa y de carmín. Los negros montes en torno sus abruptas cumbres coronadas de luz, sobre los cielos azules destacaban. A mis plantas los campos sin verdor, con cenicientos vapores confundíanse, y la noche en el confín del horizonte inmenso la frente alzaba sobre el mar plomizo, coronada de pálidos luceros. Todo callaba en derredor. Sentado yo en las últimas gradas del soberbio teatro saguntino, absorto y triste, libertad a mis vagos pensamientos di y a mi loca fantasía. El curso de las viejas edades, en revuelto torbellino y en ondas presurosas, pasaba ante mis ojos, y el silencio profundo de la tarde interrumpían tan sólo para mí los tristes ecos de aquellas muertas voces, que sonaron sobre la tierra estremecida un tiempo. Allí, de pie, con majestad se alzaban sobre las rotas losas del proscenio los semidioses trágicos y el coro cantando al ritmo de los himnos griegos. Allí, en tropel confuso, los histriones con la careta cómica, ora al viejo lascivo remedaban o a la esclava astuta y corruptora, al pendenciero legionario, a la impura cortesana de los suburbios, al villano ebrio y al codicioso mercader, que pueblan las fábulas de Plauto y de Terencio. Y la escena borrábase y vela sobre los muros al heroico pueblo de Sagunto inmortal. Sus anchos campos tala el cartaginés con los guerreros del África y del Asia, infame turba ávida del botín. Membrudos negros hijos de Nubia, el ostentoso persa, el griego astuto, los egipcios pérfidos, los númidas jinetes, con horrible vocerío en redor pasan, y el suelo cubren; y el cielo cubren, convidadas a igual festín, las bandas de los cuervos. Y todo huyó después, como arrastrado por las alas rojizas del incendio, y el mudo reino de la muerte en torno los anchos llanos a mis ojos fueron. Doquier que los clavaba, allí las sombras de la pasada edad, allí el recuerdo de una gloria o de un crimen. No, en ninguna comarca de la tierra, el duro imperio de una raza sobre otra o de un tirano sobre todas las razas, con tan ciego furor se disputó como en los valles que verdes a mis pies se abren risueños. Aquí, sin un cobarde, el pueblo todo de Sagunto murió. Desde esos cerros, vuelto hacia el mar, Aníbal contemplaba las intranquilas ondas, a lo lejos soñando ver de la enemiga Italia las odiadas riberas. Los destellos del sol poniente las montañas doran, donde, invencible en el combate, al hierro del comprado puñal cayó en Viriato la independencia patria. Allá el postrero campo en que César combatió y redujo las últimas legiones de Pompeyo. Y el mar también, que a mis absortos ojos dilátase sombrío, osó en aquellos remotos siglos emular las glorias de la vecina tierra. Fue su seno el que entreabrió la exploradora quilla de los trirremes de Sidón. Por esos cerúleos campos, del prudente Ulises la errante nave atravesó y al puerto llegó de las Hespérides. Lejanas de aquí las cumbres gigantescas veo, donde el griego marino alzó a la diosa casta y velada de la noche un templo. Todo fue: nada es. Sólo del polvo, donde ignoradas en reposo eterno yacen, se alzaron las antiguas sombras cuando turbó estos valles el estrépito con que pasaron las ardidas huestes de Jaime y de Vivar. Viose de nuevo aquí, tras tantos siglos, de la Europa y de África enemigas el siniestro combate a muerte proseguir, y al árabe y al cristiano luchar con el denuedo mismo de entonces, sobre el campo mismo donde Cartago y Roma combatieron. ¡Tierra empapada en sangre! En el transcurso de más de veinte siglos los severos anales de la Historia el nombre guardan sólo de tus tiranos. ¿Quién el diestro artífice sería que este augusto teatro levantó? ¿Quién fue el primero que de vides pobló nuestras colinas? ¿Quién encauzó el arroyo turbulento fertilizando el llano, y quién de olivos plantó el sagrado bosque? ¡Oh vilipendio! La humanidad que el beneficio olvida consagra bronce y mármoles al miedo. ¡Cuántos, antes que yo, sobre estas rotas gradas vinieron a sentarse, y luego cuántos vendrán y en el común osario como yo irán al hundirse! Es vano espectro de un sueño nuestra vida. Esos fingidos personajes de Plauto, que el proscenio de este arruinado anfiteatro un día poblaron con sus voces, duraderos son más que sus murallas. Y es que el arte tiene algo de inmortal, y los que el estro forja, seres fantásticos, no sufren la ley fatal que rige al universo. ¡Era el primero de noviembre!... El día expiraba en ocaso, cuando el trémulo triste son de las lúgubres campanas a orar llamó a los vivos por los muertos. Yo me postré y recé sobre la tumba de las pasadas razas. Fríos huesos del cadáver de Roma eran las piedras que hollaba con mis pies. Fúnebres restos son nuestra herencia amarga. El hombre vive siempre entre los sepulcros. Fatuos fuegos somos en noche triste, y polvo, y sombra, y humo, y ceniza, que arrebata el viento.

Collection: 
1856

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