I
Medio oculta entre la selva
como un nido entre las ramas,
y medio hundido en el fondo
tranquilo de una cañada,
allá por aquellos tiempos
hubo en Landín una casa
que no por ser tan sencilla
ni de un fecha tan larga,
era menos pintoresca,
ni tampoco menos blanca.
Sombreaba su puerta un olmo
de hojosas y verdes ramas,
punto de citas de todas
las aves de las montañas;
y en uno de sus costados,
brotando límpida y clara,
estaba entre los terrones
y entre las hierbas el agua,
de noche siempre tranquila
y eternamente callada.
Apenas el sol naciente
filtraba por sus ventanas,
cuando estremeciendo el aire,
sonaban dulces y claras,
la voz de una cuna hablando
de cuanto los niños hablan;
la voz de una madre, rica
de sentimientos y de alma,
y la voz de un hombres que era
la eterna voz de la patria,
soñando ya con sus glorias
y ya con sus esperanzas.
Tez cobriza como aquellos
primeros hijos de Anáhuac,
que tantas veces hicieron
temblar de miedo a la España,
cuando la España atrevida
midió con ellos sus armas;
fuerte y ágil como todos
los hijos de las montañas;
como un labriego, robusto;
como un patriota, entusiasta;
como un valiente, atrevido,
y como un joven, todo alma,
el hombre de aquellas selvas,
el hombre de aquella casa,
era el eterno modelo
de esas figuras sagradas
que en el altar de los siglos
hacen un Dios de una estatua.
Veinticinco años apenas
por ese tiempo contaba,
y de sus nobles heridas
la suma aún era más larga,
que no hubo por el Bajío
ningún combate ni hazaña
donde su ardor no estuviera
donde faltara su lanza,
ni donde al grito de muerte
sus huellas no señalara
con el licor de sus venas
o el de las venas extrañas.
Y allí tranquilo y oculto
su triste vida pasaba,
lamentando en su impotencia
la esclavitud de la patria
que renunciando a la lucha,
renunciaba a la esperanza:
cuando una mañana, a la hora
que el último sueño marca,
despertó oyendo a lo lejos
un ruido confuso de armas;
y adivinando al instante
la suerte que le amagaba,
bajó del lecho al influjo
de una decisión extraña;
besa en los labios a su hijo,
besa en la frente a su amada,
clava los ojos ardientes
en la entreabierta ventana,
y al ver por sus enemigos
ya casi envuelta su casa,
salta a las rocas, y entre ellos
se escapa por la montaña.
II
Aún no se alzaba del todo
la niebla de la mañana,
y aún no acertaban a darse
cuenta de tamaña audacia
los sitiadores furiosos
que sorprenderle esperaban,
cuando al galope y bajando
camino de la cañada,
vieron venir a lo lejos
un grupo de gente armada,
compuesto de ocho jinetes
y el hombre que los mandaba;
en mayor número que ellos
y con superiores armas,
seguros de la victoria
fácil que se les aguarda,
todos empuñan las riendas,
todos afirman la lanza,
todos ven al enemigo
todos miden la distancia,
y en silencio y todos ellos
prontos a ponerse en marcha,
sólo esperan a que llegue
la hora de entrar en batalla.
Los insurgentes en tanto
viendo las huestes contrarias,
más de coraje la encienden
y más de amor la entusiasman,
y ansiosos de dar su sangre
por la salud de la patria,
sobre el caballo inclinan,
la floja rienda adelantan,
y fijos los barboquejos
y el sombrero hacia la espalda,
entre la niebla y el polvo
corren, y vuelan y avanzan,
siguiendo entre los peñascos
al hombre de la cañada.
Y ya los de Bustamante
su primer paso avanzaban,
anhelando en su impaciencia
cómo acortar la distancia
que la interpuesta colina
con un recodo aumentaba;
cuando de pie en lo más alto
de las rocas escarpadas,
vieron alzarse a un jinete
que con voz sonora y clara,
"Yo soy el Giro –les dijo,
-si al Giro es a quien aguardan;
y el que lo busque que venga
si tiene honor y tiene alma,
que a todos espera el Giro
frente a frente y cara a cara"-
Dijo: y los fieros dragones
al grito de "¡Viva España!"
como un solo hombre treparon
hasta donde el Giro estaba
dispuesto como los suyos
a sucumbir por la patria. . .
Y fue la lucha, y terribles
al dar la espantosa carga,
insurgentes y realistas
ardiendo en cólera y rabia,
se entremezclaron sedientos
de victoria y de matanza. . .
Quiso la triste fortuna
favorecer a la España,
el brillo de sus fulgores
negándole a nuestras armas,
que ya de los insurgentes
uno tan sólo quedaba
a caballo todavía,
pero ya herido y sin armas.
Era el Giro, que entre doce
dragones que le rodeaban,
sin rendirse al desaliento
ni inclinarse a la desgracia,
luchaba y arremetía
contra el que más se acercaba,
convirtiendo a su caballo,
a un tiempo en escudo y arma.
Por fin un brazo atrevido
clavó en su pecho una lanza,
perder haciéndole el poco
aliento que le quedaba;
pero él aunque ya en el suelo,
con fuerza siempre y con alma,
coge la lanza, del pecho
sin vacilar se la arranca,
y estremecido y al grito
de independencia y de patria,
de pie sobre los peñascos
a sus contrarios aguarda;
y después de herir a todos
los que acercársele ensayan,
hace huir a los restantes
que ante heroicidad tamaña
se alejan, y desde lejos
lo rematan a pedradas.
III
Mártir, que toda tu sangre
supiste dar por la patria;
tú, de los desconocidos
que murieron por salvarla,
¡gracias por tu fortaleza,
por tu sacrificio, gracias!