Desde el antiguo hogar, donde corrieron, para nunca volver, los dulces años de nuestra infancia, donde eterno vive vuestro recuerdo, hermanas, arrasados en lágrimas mis ojos, os escribo palabras, ¡ay! que escucharéis con llanto. ¡Todo subsiste como entonces!... Penden aún de la alta pared los viejos cuadros de los Santos Doctores, cuyas negras pupilas, en mí fijas, con extraño mirar parecen conocerme. El péndulo del reló suena en el oscuro ángulo, como una voz amiga que me cuenta lo que pasó en mi ausencia. El ancho patio cubren las yerbas, y la mansa fuente llora en él con susurro solitario nuestro infiel abandono. ¡En torno de ella, cuántas veces, sus aguas agitando, de la nave de corcho, entre las olas, fingimos los horrores del naufragio! ¡Y cuantas veces las alegres risas a su constante murmurar mezclamos! Mudas están las salas, y está mudo el largo corredor; y las que al paso abro, cerradas puertas, con gemidos plañideros responden que, entre el vago silencio, suenan como a voces tristes de las muertas memorias del pasado. El comedor de las alegres fiestas, sin luz, y sin vajilla, y sin el blanco mantel, y sin los gritos clamorosos de las felices horas. El retrato del abuelo preside silencioso a la desierta mesa que otros años circundó su familia, hoy desparcida como las hojas del otoño lánguido. Aún del hogar las pálidas pavesas son del tiempo que huyó el único rastro: imagen fiel, con sus cenizas frías, de aquel perdido bien porque lloramos. Pasé esta noche en el antiguo lecho, y, cuando el sueño bienhechor mis párpados cerró tras largo insomnio, las visiones de los lejanos tiempos me asaltaron: os vi... niñas, os vi, como en los días de la gozosa edad, cuando en mis brazos os levanté para mirar los nidos en la pared del huerto, o bien del árbol para arrancar los codiciados frutos antes de sazonarse. ¡Ah!, ¡cuán amargo fue luego el despertar!... ¡Que con vosotras ella estaba también, con sus dorados rizos, y azules ojos, y su frente pálida y blanca!... En mis convulsos labios sonó el grito de ¡Adela! y aquel grito rompió mi vano sueño. Acongojado corrí del lecho hacia la estancia triste donde en mis brazos expiró, y llorando aguardé que, a la luz de la mañana, la sombra huyese del recuerdo infausto. [...] ¡Mis libros! Los queridos compañeros de mi perdida juventud; los que algo guardan entre sus páginas del puro amor de mi niñez; los que engendraron en mí el ansia de gloria, inútil gloria no lograda jamás; los que el arcano saben, tal vez, de mis febriles sueños; los que regué con mi abundoso llanto; los que, en largas vigilias solitarias, de Dios, del mundo y del dolor me hablaron... Aquí están polvorosos y esparcidos sin mi piadoso afecto. Humilde esclavo hoy de afanes terrenos; bajo el yugo doblada la cerviz, y uncido al carro de los vencidos de la suerte, evoco como protesta indómita, aquel rayo de luz, que de los cielos desprendido bañaba aquí mi frente, cuando al sacro numen de la adorada poësía di mi existencia entera en holocausto. ¡Todo subsiste como entonces!... Cubren el cenador del huerto los naranjos llenos de rojos frutos, y en sus copas buscan refugio los alegres pájaros cuando la tarde expira. La palmera plantada por mi padre, con sus ramos salva la cerca del jardín. Ha muerto la verde pasionaria cuyos vástagos, con sus azules flores, la ventana de vuestro cuarto orlaban, y sin pámpanos entrelazan las parras sus sarmientos por los secos cañizos encorvados. ¡Todo subsiste como entonces!... Suena el esquilón del viejo campanario de la contigua iglesia, y suenan lentos del transeúnte los medidos pasos por la desierta calle. Las vecinas charlan en el portal. Cantan los gallos su repetido alerta. El golpe rudo del martillo en el yunque oigo lejano, y sueño, al fin, que de mi tierna infancia el curso han vuelto a renovar los hados. Sólo vosotras me faltáis; y basta vuestra ausencia no más, para que rápidos ansíe que vengan los cercanos días de mi regreso. Los antiguos lazos de estas dulces memorias han podido mi espíritu agobiar; pero en mi ánimo puede más vuestro afecto. A donde el soplo me lleve de la suerte, con las manos apoyadas en mi hombro, iréis conmigo por las ignotas sendas; y si al patrio hogar volvemos, en los tristes días de la vejez, bajo el dintel que ansiamos de la paterna casa, encontraremos al casto amor sobre el umbral sentado.
Carta a mis hermanas
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