Vuestro nombre no sé, ni vuestro rostro conozco yo, y os imagino blanca, débil como los brotes iniciales, pequeña, dulce... Ya ni sé... Divina, en vuestros ojos, placidez de lago que se abandona al sol y dulcemente le absorbe su oro mientras todo calla. Y vuestras manos, finas, como aqueste dolor, el mío, que se alarga, se alarga, y luego se me muere y se concluye así, como lo veis, en algún verso. Ah, ¿sois así? Decidme si en la boca tenéis un rumoroso colmenero, si las orejas vuestras son a modo de pétalos de rosa ahuecados... Decidme si lloráis, humildemente, mirando las estrellas tan lejanas y si en las manos tibias se os duermen palomas blancas y canarios de oro. Porque todo eso y más, vos sois, sin duda vos, que tenéis al hombre que adoraba entre las manos dulces, vos la bella que habéis matado, sin saberlo acaso, toda esperanza en mí... Vos, su criatura. Porque él es todo vuestro: cuerpo y alma estáis gustando del amor secreto que guardé silencioso... Dios lo sabe por qué, que yo no alcanzo a penetrarlo. Os lo confieso que una vez estuvo tan cerca de mi brazo, que a extenderlo acaso mía aquella dicha vuestra me fuera ahora... ¡Sí!, acaso mía... Mas ved, estaba el alma tan gastada que el brazo mío no alcanzó a extenderse: la sed divina, contenida entonces, me pulió el alma....¡Y él ha sido vuestro! ¿Comprendéis bien? Ahora, en vuestros brazos él se estremece y le decís palabras pequeñas y menudas que semejan pétalos volanderos y muy blancos. Acaso un niño rubio vendrá luego a copiar en los ojos inocentes los ojos vuestros y los de él unidos en un espejo azul y cristalino... ¡Oh, ceñidle la frente! ¡Era tan amplia! Arrancaban tan firmes los cabellos a grandes ondas, que a tenerla cerca, no hiciera yo otra cosa que ceñirla! Luego dejad que en vuestras manos vaguen los labios suyos; él me dijo un día que nada era tan dulce al alma suya como besar las femeninas manos... Y acaso, alguna vez, yo, la que anduve vagando por afuera de la vida, —como aquellos filósofos mendigos que van a las ventanas señoriales a mirar sin envidia toda fiesta- me allegue humildemente a vuestro lado y con palabras quedas, susurrantes, os pida vuestras manos un momento, para besarlas, yo, cómo él las besa... Y al recubrirlas, lenta, lentamente, vaya pensando: aquí se aposentaron ¿cuánto tiempo, sus labios, cuánto tiempo en las divinas manos que son suyas? Oh, qué amargo deleite, este deleite de buscar huellas suyas y seguirlas sobre las manos vuestras tan sedosas, tan finas, con las venas tan azules! Oh, que nada podría, ni ser suya, ni dominarle el alma, ni tenerlo rendido aquí a mis pies, recompensarme este horrible deleite de ser mío un inefable, apasionado rastro. Y allí en vos misma, sí, pues sois barrera, barrera ardiente, viva, que al tocarla ya me remueve este cansancio amargo, este silencio de alma en que me escudo, este dolor mortal en que me abismo esta inmovilidad del sentimiento, que sólo salta bruscamente cuando nada es posible!
Carta lírica a otra mujer
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