Ríe, mi dulce bien: Dios en tu risa puso el trino del ave, los lánguidos murmullos de la brisa, la nota triste y grave del mar que muere en arenal desierto, la música süave de lejano concierto, y el rumor de la gota transparente que, en el cristal de la tranquila fuente, derrama en lluvia el surtidor del huerto. Mírame, dulce bien: Dios en tus ojos puso el brillo del astro, y su rayo de júbilo o de enojos deja, pasando, inextinguible rastro. De tus pupilas negras brota la luz con que la tierra alegras, y cuando de tu alma la ira, desdén o calma se pinta en tu mirada seductora, logras que el pecho conmovido sienta, o el augusto pavor de la tormenta o el grato afán de la naciente aurora. Suelta, mi bien, por tu redondo cuello, para velar avara sus hechizos, de tu negro cabello los abundosos rizos, que el viento besa y mueve, y que, en tu espalda blanca y desceñida, son como pluma de águila caída sobre el ampo sin mancha de la nieve. Huye, mi dulce bien, por los senderos de la arboleda oscura, por donde, tus ligeros pasos siguiendo yo, se me figura que persigo en mi empeño, como el pastor de Arcadia en la espesura, la casta diosa del tranquilo sueño. Huye, y tu planta breve, marcada apenas sobre el polvo leve, buscaré en mi porfía, hasta lograr que de mi afán cuitada, cedas, y, con estrecho lazo, tu sien en mi hombro reclinada, sienta el latir de tu cansado pecho. Mira, la primavera con su variada tinta de verde la pradera, y de rosa y de azul los aires pinta. Ya de la nieve de las cumbres fluye el sonoro torrente; ya por las guijas murmurando huye la bullidora fuente; ya estallan flores y hojas de cada rama en los hinchados broches; ya canta el ruiseñor largas congojas en el silencio de las tibias noches; ya la brisa que enerva, pasa, engendrando en lánguidos arrullos, pintadas mariposas en la yerba, rosas en los capullos; ya con tiernos balidos llama el cordero a la paciente oveja; ya vienen a buscar junto a tu reja las golondrinas sus antiguos nidos; ya, en el cenit suspenso el sol, la lluvia de oro de luz derrama en el espacio inmenso. Y en el templo sagrado de la vida las aves forman el alegre coro; las flores dan el perfumado incienso, y al dulce amor la juventud convida. Amor, en himno eterno, canta la creación cuando desgarra la vil mortaja del caduco invierno; la mar sobre la barra tiende apacible las dormidas olas; con sus lascivos vástagos la parra ciñe al nudoso tronco y le da abrigo; las rojas amapolas ríen ocultas entre el verde trigo, y van juntas y a solas de dos en dos, con tímidos recelos, las mariposas blancas y ligeras, las aves por los cielos y por los bosques las salvajes fieras, Amor, en himno eterno, canta también tu corazón, bien mío. Goza, pues, del amor, antes que el frío sientas llegar del aterido invierno. Como la savia por la verde rama fluye ardiente la sangre por tus venas; la languidez del que ama es la del mar que duerme en las arenas; como la vid, tus brazos ansían doblarse en protectores lazos; cual la amapola entre los trigos verdes ríen tus labios rojos; vaga, como el crepúsculo, en tus ojos brilla la luz que en los espacios pierdes; tu pensamiento, mariposa incierta, vuela en torno al ardor que la consume, y de tu ser, como de rosa abierta, se escapa un dulce embriagador perfume. Huye, mi bien, por las calladas selvas, y cuando yo te siga y tú azorada la cabeza vuelvas, ríe y te esconde entre la sombra amiga. ¿Lloras?... ¿y por qué lloras? ¿Temes que el bien presente, como las frescas rosas de tu frente, cambie, tal vez, con las mudables horas? No temas, no, y serena tu rostro, remplazando en tus mejillas por el carmín la pálida azucena. La primavera de la tierra, el frío cierzo de otoño la arrebata y trunca: la primavera de tu amor, bien mío, no se marchita nunca.
Canción de primavera
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