Un príncipe indio

La nieve de nuestros montes
en tu tez cándida brilla,
y en tus cabellos el oro
que sus entrañas nos crían:
semeja la viva grana
que colora tu mejilla
purpúrea tarde que muere
en sus blanquísimas cimas;
y el azul de nuestro cielo
y de nuestra mar dormida
tiñe de tus dulces ojos
la transparente pupila.
¡Oh bellísima española,
ante ti todas se eclipsan,
como ante el Sol las estrellas,
nuestras beldades nativas:
que nunca copia su frente
y su cabello no imita
la nieve de nuestros montes
ni el oro de nuestras minas.
Sólo por ti, blanca virgen,
olvidar pude que es mía
la sangre vertida a mares
de los infelices Incas.
Desde mis años más tiernos
en sed de vengar ardía
a mi patria esclavizada
y asesinada familia:
y era este ardiente deseo,
de venganza y de justicia
el desvelo de mis noches
y el ensueño de mis días.
Pero miré tu hermosura,
sentí tu gracia divina,
mas temible que los rayos
que tus compatriotas vibran;
y quedé al fin más rendido
de tu beldad peregrina
que de las armas hispanas
quedó mi patria cautiva.
En vez de mandar guerreros
para afianzar su conquista,
envíe España bellezas
que con la tuya compitan.
Si tanto te hubiera amado
aún siendo a mi amor esquiva,
¿Cómo adoraré a quien hallo
a mi amor agradecida?
Adversas razas en ambos
hoy el himeneo liga:
en ti a la raza opresora,
en mí a la raza oprimida.
Perdona, sombra sangrienta
del mísero Atabaliba;
perdonad, airados manes
de tantas inultas víctimas;
si a mi venganza renuncio,
si mi soberbia se humilla,
si del injusto contrario
estrecho la mano altiva,
no es porque tema los riesgos
de las sanguinosas lidias,
que poco en vuestro holocausto
juzgara perder mil vidas:
mas, si conocido hubierais
la beldad que me esclaviza,
disculparais mi flaqueza
y mi amor comprenderíais.

(1868)

Collection: 
1855

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