Oriente y antiguo. Poderosos trampolines del ensueño.
¿Oriente? Debe ser muy rico, muy cálido, voluptuoso, imponderablemente.
¿Antiguo? Tiene que ser histórico.
Tal vez, por estas razones, no sea mi Salomé ni oriental ni antigua.
Empiezo:
Si canto, llenas mi boca mi alma está loca, luna, luna, luuuuuuuuuuuuna. SALOMÉ. fechado (noche pálida-post-banquete).
Un trono.
Púrpura y oropeles.
Niágaras de seda.
Desnudeces opacas, a hacer tambalear pilastras.
Las pilastras, sin embargo, no tambalean y la cornisa no tiene por qué temer un golpe. Con lo cual, queda asegurada la existencia de Antipas, por el momento muy echado, hacia adelante, en su trono, sonriendo a... a lo que toda su corte contempla, con aplauso en el semblante. Un gusanito humano, sin sedas ni oropeles, con piel blanca y todos los atributos para gustar al hombre; diminutivos atributos, plurilineales, en las continuas des- y re-composiciones de actitudes a efecto.
Antipas reza:
-Véngame el tu reino, oh Salomé, pequeña que estás en mi carne, la locura mía,
de cada día,
dámela hoy y sufre mis caricias, como yo sufro tus caprichos.
Salomé da vueltas, en puntillas, sobre una hilera de pimpollos que florecen.
Antipas- ...has enredado mi alma en los bucles de tu baile... ¿Por qué así me la retuerces de lascivia?
Salomé cae bajo la calcárea estela del astro noctámbulo. Es una gasa, una nube, pero detiene su gambeteo y recupera su consistencia de virgen láctea.
Antipas- ¡...hostia de mi amor, lunática blanca, histeria de astro!... déjame el borrón de tus axilas de incienso, dame el orbe de tus caderas, lentas y extrañamente pálidas.
Antipas levanta la voz cascada de pasión, Salomé se abandona al baile, pasivamente.
Antipas- ...dame cobalto, en tus ojeras arqueadas de insomnio y la vorágine de tus ojos nocturnos. Prodiga a tu sediento el oasis sanguíneo de tus labios y el lunar desvarío de tu sonrisa... Blanca, oh, pura, blanca, triangulada de negro, que sella tu torturada castidad. ¡Salomé, Salomé! ¿Imperios? ¿Cetro? ¿Tesoros? Di ¿qué quieres por tu lecho?
Descaradamente, con voz cortante y de desagradable altisonancia, la princesita responde, seco:
-La cabeza de Juan.
El Tetrarca, súbitamente enfriado, medita una negativa. Salomé, con el índice en la boca y haciendo pucheros, golpea sobre los machucados pétalos su talón impaciente.
-Bueno, y si no me la da, ¡mejor!
Da vuelta la espalda (incomparable, por cierto) y se va, ondulando, en cadereo afable, la canaleta de su viperina espina dorsal.
Antipas grita:
-Hágase tu voluntad.
Desprende de su cintura una llave que tira al carcelero.
En áurea bandeja, flotando inciertamente, viene la cabeza del malogrado santo.
Salomé se precipita, la alza en peso y la apoya sobre su boca, como un cántaro.
Pero, ¡oh! ¡magia! La cabeza, con repentina decisión, asciende al cielo, con Salomé aferrada a su barba. El pelo del profeta marca un rastro nebuloso, y Salomé, cuyos deditos se entumecen, deja resbalar su presa, que en trazo instantáneo desaparece.
La pálida princesa, así abandonada por espacios siderales, es sorbida por la luna, su domicilio lógico.
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«La Porteña», 1914.