Un payo a confesarse a Madrid vino
por ver si un reverendo capuchino,
que de gran santidad fama tenía,
de sus grandes pecados le absolvía.
Dirigióse al convento
de este varón sagrado
y le halló en el asiento
de su confesonario, rellanado,
absolviendo a sujetos diferentes
que tenían las caras penitentes.
Llegó al payo su vez y, arrodillado,
-Padre, le dice, mi mayor pecado,
que me pesa en extremo
porque mil veces temo
por esta causa verme condenado
sin que la paz de Dios nunca recobre,
es tener la desdicha de ser pobre.
-¿Y a ello pecado llama?
Cristo amó la pobreza, el fraile exclama,
y esa no es culpa.
-¡ Ay, padre!, el payo dice,
es que, como yo soy tan infelice,
mi mujer y mi madre,
mis tres cuñadas mozas y mi padre
para vivir tenemos un cuartito
no más, porque yo estoy muy pobrecito.
-Vamos, le manda el fraile, hijo, prosiga,
que todavía en vano se fatiga.
-Allá voy, siguió el payo, suspirando;
pues, como iba contando,
una cama hay no más en esta pieza
para tantas personas; mi pobreza
no permite tampoco que tengamos
ninguna luz cuando nos acostamos,
y así yo, equivocado,
muchas veces a oscuras he topado
en vez de mi mujer, ¡ay!, con mi madre,
y otras veces... ¡ Ay, padre,
será fuerza ir a Roma
si de absolverme el cargo no se toma!
Aquí, mientras el paño suspiraba,
el fraile se encogía y encerraba
en el confesionario, y luego dijo:
-Acaba pronto, hijo,
mientras que yo en seguro me acomodo,
porque, como ahora estás tan agitado
y aquí no hay luz, con este pobre modo
puedes topar conmigo equivocado.
-No haré, replicó el payo,
que huele a capuchino vuestro sayo;
pero a mí me han perdido
las equivocaciones:
sin luz, medio dormido,
he compuesto en diversas ocasiones,
lo mismo que a mi madre a mis cuñadas,
y todas cuatro están embarazadas.
Si el cargo no se toma
Su Reverencia, padre, de absolverme,
me costarán mis culpas ir a Roma
y no sé en mi pobreza cómo hacerme.
A lo que dijo el fraile: -¡ Pobrecito!
Todavía no es tiempo. Corre, hijito;
ve y compón a tu padre, y de este modo
irás a Roma de una vez por todo.