¡Oh cuanto triste venturoso día,
que en mi memoria sin cesar contemplo,
cuando en tu estancia convertida en templo,
enfrente de tu lecho de agonía,
alzamos, madre, el ara
donde al eterno Padre el Sacerdote
la víctima inmortal sacrificara!
Présaga, oh madre, de tu fin vecino,
y absuelta ya por la sagrada diestra
dispensadora del perdón divino,
¡cuánto imploraba tu impaciente anhelo
nutrir el alma con el pan del cielo!
¡Con la feliz confortadora vianda
que al humano viajero
un Dios piadoso desde el cielo manda
para que emprenda el viaje postrimero!
Y de rodillas yo a tu cabecera,
las consagradas preces
quisiste que mi labio te leyera:
¡Dulce y triste deber! ¡ah! ¡cuántas veces
los sollozos y el llanto
la comenzada voz interrumpieron!
Mas, pensando en el santo
inefable deber que allí cumplía,
venciendo mi quebranto,
con labio balbuciente proseguía.
Por fin llegó el momento
el ansiado momento venturoso
en que tu labio hambriento
gustara, oh madre, el inmortal sustento
que envidia al hombre el serafín glorioso.
Celestial alegría
bañaba tu semblante,
y claro se veía
que hospedabas a Dios en ese instante:
brillaron tus miradas
cual por luz inmortal iluminadas,
cual si ya viesen la celeste aurora;
¡pareciome sentir súbitamente
derramarse fragancia embriagadora
y oír un son divino, como el canto
de un coro angelical allí presente!
Callaba en tanto yo: tus labios píos
pidieron a los míos
nuevos acentos con que dar al cielo
por tan alta merced gracias ardientes,
¡y de tu alma las alas impacientes
te iban creciendo para el grande vuelo!
¡Ah! ¡por qué con tus hijos no partiste
a la mansión divina,
y solos, oh dichosa peregrina,
nos has dejado en este suelo triste!
(Junio de 1870)