¡Cuantas veces, oh madre, fatigado
del largo afán que el pensamiento abruma,
dejaba al fin la dolorosa pluma
para buscar tu cariñoso lado!
Y me acogías en tu seno amante,
y en tu sofá tendido, a mi mejilla
era blanda almohada tu rodilla,
como cuando era pequeñuelo infante.
La luz bebía de tus ojos bellos,
y sentía tu mano dulcemente
acariciar mi enardecida frente
o amorosa jugar con mis cabellos.
Y de su tacto al refrigerio blando
sentía mi cabeza serenarse,
y la fiebre poética templarse
que estaba mi cerebro devorando.
Que no hay tierna caricia que no cuadre
entre el materno y el filial cariño,
y aun cubierto de canas, siempre es niño
un hombre en la presencia de su madre.
¡Ay! ya no tengo la amorosa falda
donde la frente reclinar ahora,
cuando la larga fiebre abrasadora
de la tenaz inspiración la escalda.
No hay pies ansiosos que a mi encuentro lleguen
ni ojos amantes a mi vista ledos;
ni cariñosos nacarados dedos
que nunca ya con mis cabellos jueguen.
Salid, cual amarguísimo océano,
lágrimas mías, de mi pecho lleno:
¡ya no caéis en el materno seno,
ya no os enjuga la materna mano!
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