Con el más reposado y humilde continente,
de contrición sincera; suave, discretamente,
por no incurrir en burlas de ingeniosos normales
sin risueños enojos ni actitudes teatrales
de cómico rebelde, que, cenando en comparsa,
ensaya el llanto trágico que llorará en la farsa,
dedico estos sermones, porque sí, porque quiero,
al Único, al Supremo famoso Caballero,
a quien pido que siempre me tenga de su mano,
al santo de los santos Don Alonso Quijano
que ahora está en la Gloria, y a la diestra del Bueno:
su dulcísimo hermano Jesús el Nazareno,
con las desilusiones de sus caballerías
renegando de todas nuestras bellaquerías.
Pero me estoy temiendo que venga algún chistoso
con sátiras amables de burlador donoso,
o con mordacidades de socarrón hiriente,
y descubra, tan grave como irónicamente,
— a la sandez de Sancho se le llama ironía —
que mi amor al Maestro se convierte en manía.
Porque así van las cosas; la más simple creencia
requiere el visto bueno y el favor de la Ciencia:
si a ella no se acoge no prospera y, acaso,
su propio nombre pierde para tornarse caso.
Y no vale la pena (no es un pretexto fútil
con el cual se pretenda rechazar algo útil)
de que se tome en serio lo vago, lo ilusorio,
los credos que no tengan olor a sanatorio.
Las frases de anfiteatro, son estigmas y motes
propicios a las razas de Cristos y Quijotes
— no son muchos los dignos de sufrir el desprecio
del aplauso tonante del abdomen del necio —
en estos bravos tiempos en que los hospitales
de la higiénica moda dan sueros doctorales...
Sapientes catedráticos, hasta los sacamuelas
consagran infalibles cenáculos y escuelas,
de graves profesores, en cuyos diccionarios
no han de leer sus sueños los pobres visionarios...
¡De los dos grandes locos se ha cansado la gente:
así, santo Maestro, yo he visto al reluciente
rucio de tu escudero pasar enhalbardado,
llevando los despojos que hubiste conquistado,
en tanto que en pelota, y nada rozagante,
anda aún sin jinete tu triste Rocinante!
(Maestro ¡si supieras! desde que nos dejaste,
llevándote a la Gloria la adarga que embrazaste,
andan las nuestras cosas a las mil maravillas:
todas tan acertadas que no oso a describillas;
— Hoy, prima el buen sentido. La honra de tu lanza
no pesa en las alforjas del grande Sancho Panza.
Tus más fieles devotos se han metido a venteros
y cuidan de que nadie les horade sus cueros.
Pero, aguarda, que, cuando se resuelva a decillo,
ya verás que lindezas te contará Andresillo —
aunque hay alguna mala nueva, desde hace poco:
Aquel que también tuvo sus ribetes de loco,
tu primo de estas tierras indianas y bravías,
— ¡lástima de lo añejo de tus caballerías! —
tu primo Juan Moreira, finalmente vencido
del vestiglo Telégrafo, para siempre ha caído,
mas sin tornarse cuerdo: tu increíble Pecado...
— ¡Si supieras, Maestro, como lo hemos pagado! —
Tu increíble Pecado...! Caer en la demencia
de dar en la cordura por miedo a la Conciencia!)
Para husmear en la cueva, pródiga en desperdicios,
no hacen falta conquistas que imponen sacrificios:
sin mayores audacias cualquier tonto con suerte
es en estos concursos el Vencedor y el Fuerte,
pues todo está en ser duros. El camino desviado
malograría el justo premio del esforzado...
Por eso, cuando llega la tan temida hora
del gesto torturado de una reveladora
protesta de emociones, el rostro se reviste
de defensas de hielo para el beso del triste;
y porque ahogarse deben, salvando peores males,
las rudas acechanzas de las sentimentales
voces de rebeldía — quijotismo inconsciente —
también se fortalecen, severa, sabiamente,
los músculos traidores del corazón, lo mismo
que los del brazo, en sanas gimnasias de egoísmo,
donde el dolor rebote sin conmover la dura
unidad, necesaria, de la férrea armadura:
quien no supere al hierro no es del siglo: no medra.
— ¡Que bella es la impasible cualidad de la piedra! —
El ensueño es estéril; y las contemplaciones
suelen ser el anuncio de las resignaciones.
El ensueño es la anémica llaga de la energía;
la curva de un abdomen — toda una geometría —
es quizás el principio de un futuro teorema,
cuyas demostraciones no ha entrevisto el poema...
En la época práctica de la lana y del cerdo
— hoy, Maestro, tu mismo te llamarías cuerdo —
se hallan discretamente lejos los ideales
de los perturbadores lirismos anormales.
El vientre es razonable, porque es una cabeza
que no ha querido nunca saber de otra belleza
que la de sus copiosas sensatas digestiones:
fruto de sus más lógicas fuertes cerebraciones.
Por eso, honradamente, se pesan las bondades
del genio, en la balanza de las utilidades,
y si a los soñadores profetas se fustiga
hay felicitaciones para el que echa barriga.
Y ésto no tiene vuelta, pues está de por medio
la razón, aceptada, de que ya no hay remedio...
Como que cuando, a veces, en el Libro obligado
la Biblia del ambiente, de todos manoseado,
hay un gesto de hombría traducido en blasfemia,
por asaz deslenguado lo borra la Academia...
La moral se avergüenza de las imprecaciones
de los sanos impulsos que violan las nociones
del buen decir. El pecho del mejor maldiciente
que se queme sus llagas filosóficamente,
sin mayor pesar, antes de irrumpir en verdades
que siempre tienen algo de ingenuas necedades,
porque quien viene airado, con gestos de tragedia,
a intentar gemir quejas aguando la comedia,
es cuando más un raro, sonador de utopías
que al oido de muchos suenan a letanías...
Por eso, remordido pecador, yo me acuso
— preciso es confesarlo — de haber sido un iluso
de fórmulas e ideas que me mueven a risa,
ahora que no pienso sino en seguir, aprisa,
la reposada senda, libre de los violentos
peligros que han ungido de mirras de escarmientos
las plantas atrevidas que pisaron las rosas
puestas en el camino de las rutas gloriosas.
Pero ya estoy curado, ya no más tonterías,
que las gentes no quieren comulgar insanías...
¡En el agua tranquila de las renunciaciones
se han deshecho las hostias de las revelaciones!
Ya no forjo intangibles castillos cerebrales,
de románticos símbolos de torres augurales.
Sobre el dolor ageno ni siquiera medito,
porque sé que una frase no vale lo que un grito;
y, sin ser pesimista, no caigo en la locura
de buscar una página de serena blancura,
donde pueda escribirse la canción inefable
que ha de cantar el Hombre de un futuro probable.