Nació de un rayo de luna, sobre un muro blanco, y alegre va, desparramando amores.
Son las doce, hora de las apariciones.
Su dedo, fosforescente, abre en París la herida luminosa de Montmartre, y, como mariposas sorbidas por la luz, un vuelo de hetairas cae en remolino. Y como negro bordoneo de insectos, los sedientos de alcohol, de erotismo, de vicio.
Todos llevan en el rostro una palidez de risa dolorosa: es el sello de Pierrot. Y hasta la primera luz del día, el Rey de Histeria prodigará risas, llantos, deseos y cansancios.
Pero el sol ha salido: todo se apaga, todo se avergüenza, y Pierrot, sintiendo el cuerpo disgregarse, arrastra su último malestar, un refrán canallesco, roto entre los dientes.
Cruza una plaza y ve, con odio, la estatua de un Baco robusto, que ríe, la boca en media luna. Él empieza a vivir, con la luz naciente. Su bronce es negruzco y muere en la noche.
-¡Padre grosero! -dice Pierrot-, y el rayo de luz que le pega, en la frente, le mata.
El viejo Baco reanima, entretanto, a su cosquilleo, y los ojos irónicos, mirando el lugar vacío, burlón exclama:
-Pobre mi alma... ¿Te has vuelto loca?
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París, 1911.