Palmera brasileña, que al caminante herido
ofrendaras tus dátiles de pasión y de olvido,
en el desierto único: tu eres la apoteosis
que, nimbando de incendios sus fecundas neurosis,
cruzas por los vaivenes de su hondos desvelos
como si fueras luna de sus noches de duelos.
Yo traigo a tu floresta la alondra moribunda
que, en el violín del bosque, preludió la errabunda
sinfonía terrena de aquel ardor eterno,
que ahuyenta suavemente las aves del invierno,
y en las horas tranquilas descubre su cabeza
como un símbolo vago de amor y de belleza.