Era un poeta lírico, grandioso y sibilino que le hablaba a la tierra una tarde de invierno, frente a una posada y al volver de un camino: —¡Oh madre, oh tierra! —díjole—, en tu girar eterno nuestra existencia efímera tal parece que ignoras. Nosotros esperamos un cielo o un infierno, sufrimos o gozamos en nuestras breves horas, e indiferente y muda tú, madre sin entrañas, de acuerdo con los hombres no sufres y no lloras. ¿No sabes el secreto misterioso que entrañas? ¿Por qué las noches negras, las diáfanas auroras? Las sombras vagarosas y tenues de unas cañas que se reflejan lívidas en los estanques yertos, ¿no son como conciencias fantásticas y extrañas que les copian sus vidas en espejos inciertos? ¿Qué somos? ¿A do vamos? ¿Por qué hasta aquí vinimos? ¿Conocen los secretos del más allá los muertos? ¿Por qué la vida inútil y triste recibimos? ¿Hay un oasis húmedo después de estos desiertos? ¿Por qué nacemos, madre, dime, por qué morimos? ¿Por qué? —Mi angustia sacia y a mi ansiedad contesta. Yo, sacerdote tuyo, arrodillado y trémulo, en estas soledades aguardo la respuesta. La tierra, como siempre, displicente y callada, al gran poeta lírico no le contestó nada.
La respuesta de la tierra
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Las cosas viejas, tristes, desteñidas, sin voz y sin color, saben secretos de las épocas muertas, de las vidas que ya nadie conserva en la memoria, y a veces a los hombres, cuando inquietos las miran y las palpan, con extrañas voces de agonizante, dicen, paso, casi al oído, alguna rara historia...
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Si en tus recuerdos ves algún día entre la niebla de lo pasado surgir la triste memoria mía medio borrada ya por los años, piensa que fuiste siempre mi anhelo y si el recuerdo de amor tan santo mueve tu pecho; nubla tu cielo, llena de lágrimas tus ojos garzos; ¡ah! ¡no me busques aquí en la...