La tumba, que ensañáse con mi suerte, me vio acercar a vacilante paso, como un ebrio de horrores, que al acaso gustase la ilusión de sustraerte. En una larga extenuación inerte, pude medir la infinidad del caso, mientras que se pintaba en el ocaso la dulce primavera de tu muerte. La estrella que amparónos tantas veces, y que arrojara, en medio de las preces, un puñado de luz en tus despojos, hablóme al alma, saboreando llanto: «¡Oh hermano, cuánta vida en esos ojos que se apagaron de alumbrarnos tanto!»
La estrella del destino
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