Dios ¿A quién, Señor, compararé tu alteza, Tu nombre y tu grandeza, Si no hay poder que a tu poder iguale? ¿Qué imagen buscaré, si toda forma Lleva estampado, por divina norma, Tu sello soberano? ¿Qué carro ascenderá donde tú moras, Sublime más que el alto pensamiento? ¿La palabra de quién te ha contenido? ¿Vives de algún mortal en el acento? ¿Qué corazón entre sus alas pudo Aprisionar tu veneranda esencia? ¿Quién hasta ti levantará los ojos? ¿Quién te dio su consejo, quién su ciencia? Inmenso testimonio De tu unidad pregona el ancho mundo; Ni hay otro antes que tú. Claro reflejo De tu sabiduría se discierne, Y en misterio profundo Las letras de tu nombre centellean. Antes que las montañas dominasen, Antes que erguidas en sus bases de oro Las columnas del cielo se elevasen, Tú en la sede divina te gozabas, Do no hay profundidad, do no hay altura. Llenas el universo y no te llena; Contienes toda cosa Y a ti ninguna contenerte puede; Quiere la mente ansiosa El arcano indagar, y rota cede. Cuando la voz en tu alabanza muevo, Al concepto la lengua se resiste; Y hasta el pensar del sabio y del prudente Y la meditación más diligente Enmudece ante ti. Si el himno se alza, Tan sólo El Venerando te apellida, Pero tu Ser te ensalza Sobre toda alabanza y toda vida. ¡Oh sumo en fortaleza! ¿Cómo es tu nombre ignoto, Si en todo cielo y toda tierra brilla? Es profundo... profundo Y a su profundidad ninguno llega. ¡Lejos está... muy lejos... Y toda vista ante su luz es ciega! Mas no tu ser, tus obras indagamos, Tu fe cual ascua viva, Que en medio de los santos arde y quema. Por tu ley sacrosanta te adoramos; Por tu justicia, de tu ley emblema; Por tu presencia, al penitente grata, Terrífica al perverso; Porque te ven sin luz y sin antorchas Las almas no manchadas, Y tus palabras oyen, extasiadas, Cuando yace dormido El corporal sentido, Y repiten en coro resonante: «Tres veces Santo, Vencedor y Eterno, Señor de los ejércitos triunfante.» Los ángeles del cielo altísimo ¡Bendecid al Señor, ángeles suyos, De su palabra fieles mensajeros! ¡Señor de los guerreros! Es su nombre glorioso acá en la tierra; El Eterno y El Uno Sus nombres celestiales; Nadie contó la inmensa muchedumbre De espíritus que, en torno de su lumbre, Cantan sus alabanzas inmortales. Sus infinitos rostros reproducen La faz tremenda y la visible espalda. Él levantó del carro los pendones, En signo y testimonio de su gloria, Para mostrar que viene la victoria Del eterno Señor a las naciones. Son todos los espíritus sus siervos, De su palabra y su querer ministros; Se esconden a los ojos de las gentes, Mas de cerca o de lejos, tus videntes Oyen el blando ruido de sus alas. Y es su camino el caminar glorioso Que les trazó mi Dios, mi Rey, el Santo, Que con ellos estaba Allá en la cumbre del sagrado Sina. No obran jamás sin voluntad divina; Por eso, al escucharlos reverentes, Dicen los santos que por boca de ellos Tu eterna Majestad habla y fulmina. Desplegadas al viento las banderas De tu primera excelsa monarquía, Cubren las tiendas do tus fuertes moran, Y todos con tus armas se decoran Mostrando tu blasón en hierro y oro. De la luz el tesoro Pusiste entre ellos y la viva fuente. ¡Dichoso el que en la férvida corriente Pueda anegarse, y repetir con ellos En incesable canto, noche y día, Como David enfrente de tu carro: «¡Bendecid al Señor, ángeles suyos!» Los ángeles del segundo cielo y los planetas Inferior a este cielo soberano Otro segundo cielo se dilata Y otro ejército allí. Bestias enormes, Las que del carro de Ezequiel tiraban, Mostrando van en círculo perfecto, Henchida de ojos, la candente espalda, Hasta que, dominando las esferas, Sobre el mundo inferior su tienda plantan, Y del Señor adoran la presencia Con la voz de sus ruedas inflamadas. Millares y millares de legiones, Que ciencia profundísima realza, Moviendo van la esfera de la luna Y la del sol que lo inferior arrastra. Ellos rigen y mueven las estrellas Dominadoras de la suerte humana, Y el ejército inmenso de las noches, Y sobre el cielo las tendidas aguas. Y cada cual anhela con sus obras Dar fin cumplido a la inmortal palabra, Que no se tuerce ni quebranta nunca, Que nunca cede ni tropieza en nada; Todos concordes a una voz se alegran Y el nombre del Señor en himnos cantan: «¡Bendecid al Señor, legiones suyas!» Que el gran cantor de salmos invocaba. La tierra Es el reino tercero cuanto encierra En su ámbito la tierra, Y cuanto, circundándola, se extiende. Es la generación del aire y fuego; Son del ingente mar las crespas olas, El tesoro de Dios, de donde salen La nieve, la tormenta y el granizo, Y el viento proceloso Que a cumplir sus palabras se desata, Y los arroyos que en bullente plata Hace correr su dedo generoso, Y los cedros del Líbano altaneros Que levantó su mano, Hierbas y plantas mil que fructifican Para el sustento humano. Y Dios manda crecer en copia grande Los peces de la mar y las ballenas, Y poblando la selva y las arenas De innúmeras feroces alimañas, Hace que dé la tierra a aves y fieras El fruto bienhechor de sus entrañas. Y todo al hombre se somete luego, Al hombre, tu legado, a quien alzaste Por señor de las obras de tu diestra, Para sacar un día De su semilla al rey y al sacerdote, Y al pueblo de tu ley, que parecía De ángeles campo, reino de profetas. Y por glorificar tu augusto nombre, Porque suene continua tu alabanza, Firmaste el pacto y la perpetua alianza, Y en la boca de niños y lactantes Pusiste la verdad de tus promesas. Magnificado sea De región en región tu nombre santo, Y de tus mensajeros Por edades sin fin resuene el canto, Que el hombre de los cánticos suaves A su Hacedor decía: «Bendecid al Señor, sus obras todas.» Israel Bendecid al Eterno, Por toda tierra que su imperio abarca. No hay en el universo otro monarca, Ni otro eterno más que Él. Por Él salía El noble Jesurún de servidumbre. Y en medio de las ondas eritreas La mano de Moisés le conducía. Hizo bajar la gloria de su trono Hasta el santuario do sus pies estampa, Y levantó al profeta hasta las nubes, Donde su faz de resplandores vela. El germen esparció de profecía Sobre los pechos a su luz abiertos, Y derramó su espíritu en las almas Atentas a los célicos conciertos. Y su culto ordenó firme y estable, Imagen de su reino perdurable. Los ángeles del alto ministerio Su nombre santifican, Y en su pecho las iras dulcifican. Es blanco su vestido Como el del serafín o el del profeta, E iguala su figura Del ámbar y el topacio la hermosura. Y corren, se apresuran y congregan, Y cuando a ti se llegan, Medran en gloria y en saber y en lumbre; Se visten de temor y se avergüenzan, Mas luego les infundes nuevo aliento Para cumplir solícitos tus obras, Y en las alas del viento Triplican la alabanza al Dios que reina, Temido en el congreso de sus santos. El Alma I Bendice, ¡oh alma mía! derivada Del puro aliento de la santa boca, El nombre del Magnífico, temido De serafines en el alto coro. II ¡Oh tú, que de la fuente de pureza Espléndida y hermosa procediste; Tú que delante de Él doblas la frente, Y en su divino nombre eres bendita, Bendice a Aquél que te estampó su sello, Porque siguieses firme su camino! III Bendice, ¡oh alma mía!, manifiesta A las miradas de interior sentido, Mas no a los ojos de la carne ciega, El nombre de Elohim el invisible, El fiel ensalzador de tu flaqueza. ¿Qué boca expresará sus alabanzas? Sublimes son las obras de su mente. IV Bendice, alma sutil, que sin apoyo Llevas el cuerpo, el nombre del que tiene Suspendidas sus tiendas en la nada, Del que al hijo de Adán dio el intelecto, Fiel mensajero de verdad y ciencia. V Bendice, oh tú que por asirte luchas A la flotante fimbria de su veste, Y por llegar al escabel sagrado Donde sus pies en el santuario asienta, El nombre del que ensalza a quien se abate, Y entre los serafines le numera. VI Bendice, ¡oh alma mía! destinada A hacer sapiente el corazón del hombre, Al Justo que te infunde en la materia, Para mover la carne perezosa, Para vivificar la sangre hirviente Que pierden su color, si te retiras, Y se deshacen como el humo al viento; Mas sobre ti despuntará florido El tallo que germina del Eterno. VII ¡Oh tú, que en las tinieblas resplandeces, Bendice al esplendor de la justicia, Que levantó la puerta de los cielos! VIII Bendice, ¡oh alma viva! encarcelada En cosas muertas, al viviente eterno Que con la llama de la gracia alumbra Al que en la Ley su espíritu apacienta. IX ¡Oh tú, que a la substancia de los cielos Etérea, inmaculada, sobrepujas, Bendice a quien formó para su gloria Al patriarca que en su nombre espera, Y con la voz de inmensos beneficios Le preparó a gustar de sus arcanos! X ¡Tú, que al Perfecto en ciencia conociste, Bendice al sabedor de tus deseos, Que cumple los anhelos inmortales, Y del perdón desatará las aguas Si penitente a sus senderos vuelves! XI ¡Bendice, hija del Rey, hija querida, El nombre del Potente que ha enseñado No arcana ley, difícil ni remota: «¡Harás misericordia, harás justicia; Que en la equidad el Verbo se deleita!» XII Bendice, ¡oh tú, que te conservas santa En deleznable y pasajero cuerpo! A quien de santidad su frente ciñe, Y ante quien los espíritus se avezan A repetir por siempre su alabanza, Sin consumirse en el sagrado fuego. XIII No hay alabanza que su nombre agote; Mas bendícele tú, que tan de cerca Puedes glorificarle y bendecirle En el augusto templo de tu mente. XIV Tú, que enfrente del Rey sales erguida, Para cumplir sus obras en la tierra, Bendice a quien te mira desde el trono, Y bélica armadura da a su pueblo. XV Bendice, ¡oh alma mía! que los miembros Sostienes del espíritu en las alas, El nombre de tu Dios, que en las columnas De saber inmortal mantiene el mundo, Sobre las almas justas cimentado. XVI Tú, que serás de gloria circundada, Y de radiante majestad vestida, Bendice a Aquél que cuanto ordena cumple, De quien tiemblan los impíos confundidos, Y cuyo auxilio al vencedor alegra. XVII Bendice al Hacedor, ¡oh margarita! Que de tu Dios alumbras los senderos, Del Dios que tus plegarias acogiera, Cuando corriste a demandarle ayuda. XVIII Bendice a Dios, ¡oh forma intelectiva Que en el nombre tus huellas estampaste! Dios es la Roca en que se apoya el orbe; La Justicia y la Fe le llaman justo. XIX Bendice, ¡oh Santa! al Dios Omnipotente Cuya visión tendrás, santificado Por innúmeros vates y profetas. XX Bendice, ¡oh tú que la justicia sigues! Al que en su carro el firmamento cruza, Para salvar a su abatida plebe: «Dios (así clamarán los poderosos) Sobre todas las gentes es excelso.» XXI Tú, que en casa de fango te cobijas, Mas de los cielos tu raíz procede, Bendice el nombre que resuena en medio De siete purísimas legiones, De toda mancha y toda culpa netas. XXII Bendice, ¡oh tú, que de su diestra pendes, Como pupila suya muy amada! El nombre del Perfecto bendecido En todo corazón y en toda lengua, Del que a par de la luz formó las almas, Al primer son de la palabra suya.
Himno de la Creación para la mañana del día del gran ayuno
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