Porque hasta mí llegaste silenciosa,
la ardiente exaltación de mi elocuencia
derrotó la glacial indiferencia
que mostrabas, altiva y desdeñosa.
Volviste a ser la de antes. Misteriosa,
como un rojo clavel tu confidencia
reventó en una amable delincuencia
con no sé que pasión pecaminosa.
Claudicó gentilmente tu arrogancia,
y al beber el locuaz vino de Francia,
— ¡oh, las uvas doradas y fecundas! —
una aurora tiñó tu faz de armiño,
¡y hubo en la jaula azul de tu corpiño
un temblor de palomas moribundas!