¡Grandeza de los hombres ilusoria!
¿Qué valió que fortuna
de oro te diera y de marfil la cuna?
¿Qué valió que te diera una victoria,
cual presagio feliz, el fausto nombre,
ni que gozara tu engreída infancia
de cuantos bienes apetece el hombre?
¿Qué valió que a tu padre esclarecido,
y tu esposo después vieras alzado
a la más alta cumbre del Estado?
Tantas venturas prodigó la suerte
a la mitad primera de tu vida
sólo para colmar, mudable y fiera,
de desventuras su mitad postrera.
Recelos, sobresaltos y cuidados
por la preciosa vida de tu esposo,
insomnes noches, de amargura henchidas;
separación y tiernas despedidas
de tus hijos amados,
y de tu anciano padre doloroso;
tristísimas partidas
de los dulces hogares,
de las patrias riberas,
y peregrinaciones por los mares
y apartadas comarcas extranjeras,
al desterrado esposo acompañando;
ingratitud, y extraños
acerbos desengaños:
todo sintió tu corazón, Victoria,
ni hubo ninguna dolorosa prueba
que a tu sensible pecho fuese nueva.
Espantosa dolencia,
misterio incomprensible
a los afanes tolos de la ciencia,
en larga muerte convirtió tu vida;
y la que un tiempo mereció alabanza
por donoso semblante
y gracia y majestad de su talante,
la gallarda hermosura
que de salud y vida rebosaba,
ya viviente cadáver semejaba
ausente de la negra sepultura.
¿Quién dirá los dolores
que en ti extremaban su rigor violento,
y a cuyo exceso crudo
sólo igualarse pudo
tu angelical, cristiano sufrimiento?
¿A quién no le asombraba la pelea
que del martirio te ciñó la palma?
al justo de Idumea
el ser parangonada mereciste
del cuerpo en los dolores y del alma,
y paciencia tenaz que los resiste.
¡Oh pesada, lentísima agonía
en que de treinta días dolorosos
cada noche y auroras
viendo a la muerte batallar contigo,
ser esperaba de tu fin testigo!
El amor a tus hijos a tu esposo:
ese era el fuerte nudo
que ligaba tu espíritu amoroso
al cuerpo casi inerte;
ese el templado escudo
que te hizo resistir tiempo tan largo
a los fieros asaltos de la muerte.
Esa apariencia de figura humana,
más vana sombra de otra sombra vana,
aún voluntad tenía
y sentía y amaba todavía!
Y ¡oh del amor milagros no igualados!
¡Por su esposo y sus hijos
aún su pecho ocupaban los prolijos
domésticos cuidados!
¡Cuál tu dolor sería,
cuando a tu mente se ofreció, Victoria,
de tus ausentes hijos la memoria!
¡Y confiabas, incauta, en la promesa
que a tu cariño la esperanza hacía,
de que antes que bajaras a la huesa
gozarías su dulce compañía!
Sólo a tu duelo ha de igualarse el suyo,
cuando la triste nueva voladora
disipe la esperanza lisonjera
que alimentaba el corazón amante
de circundar en el final instante
de tu lecho la triste cabecera!
¿Qué tristísimo acento
podrá pintar la dolorosa escena
que contempló tu lúgubre morada,
cuando exhalaste el postrimer aliento,
y al fin la muerte, te dejó postrada?
Sobre tus yertos pálidos despojos
se lanza el tierno esposo, atropellando
los vedados dinteles,
hechos mares de lágrimas los ojos:
de los amigos fieles
cruda piedad le arranca de tu lado;
«dejad, dejad, les dice, que de nuevo
»contemple su cadáver adorado:
»a esa santa mujer todo lo debo;
»mas que esposa, en amor madre me ha sido:
»¡ah! dejadme morir, y en el sepulcro
»guardad con ella al infeliz marido!»
Cual herida del rayo,
cae la hija en súbito desmayo,
hasta que el desmedido
dolor recobre a un tiempo el sentido:
el hijo allá en el sacudido lecho
se revuelve demente,
por los sollozos ahogado el pecho,
ni de la tierna, hermosa
enamorada esposa
la voz escucha o la caricia siente:
aquí la hija pequeña,
que, como en su inocencia no creía
que su adorada madre se moría,
ayer no más mostrábase risueña,
hoy que el horror de la verdad comprende,
de dolor enloquece y desvaría:
y «mi madre me llama»,
súbitamente exclama,
«¿Dó está, decidme, dónde?»
Y se pone a imitar la voz materna,
y ella misma a sí misma se responde,
y en coloquio infantil que el alma parte
llanto con risa la infeliz alterna.
La fiel amiga, discurriendo en tanto
por las estancias todas, da su ayuda
a hijos y deudos, derramando muda
por ellos y por ti piadoso llanto.
Suena más allá un coro
de quejas, de suspiros y de lloro,
de ayes y de infinitos
hondos, confusos gritos:
son las siervas leales
a quienes con tu muerte el cielo priva
de una madre amorosa y compasiva.
Y aún la ronca paloma plañidera
parece que de lejos también llora,
como si su desdicha conociera,
con lamentable canto a su señora.
Mas ya mi voz el sentimiento traba:
¡Ah! sea nuestra gran consoladora
en trance tal la religión divina;
la misma que endulzaba
tus espantosas penas
al romper de la carne las cadenas;
y te mostraba el paraíso abierto,
sempiterna mansión de tu reposo,
donde del mortal sueño doloroso
se remontó tu espíritu despierto.
Colmada ahora de ventura inmensa,
en la región te veo
donde la recompensa
excede o la esperanza y al deseo:
allí, a tus dulces padres reunida,
en aquella inmortal segunda vida,
do no puede el temor sobresaltarte
de que muerte siniestra
de los objetos de tu amor te aparte;
allí do un día la familia nuestra
se juntará de nuevo, allí, dolida
de nuestras largas desventuras fieras,
nos llamas, oh Victoria, y nos esperas.
Junio, 19 de 1864.