Nietzsche, tu jerigonza parabólica
briosa flagelaba al mundo estulto;
de tu boca de morsa melancólica
fluían las centellas del insulto.
La vida es triste. Es un festín de heces.
Torpes cerebros sucios y rastreros
y en una apoteosis de sandeces
las hembras necias y los hombres hueros.
Eso dijiste, y esperaste el día
en que saliese un ser de la canalla
que cruzase el gran río en su almadía,
libre ya de los grillos o la tralla.
Pero tú que sabías que era el hombre
fiera indomable y detestable puente,
¿cómo soñaste que tu Superhombre
hallase limpia el agua de la fuente?
En los delirios de tu gran dolencia
arrojaste en metáforas galanas
centenos de egoísmos y violencia,
¡malas semillas en tierra alemana!
Sobre las mieses de tu verbo roto
pasó un cierzo de odio y de ludibrio;
se abrió tu alma como flor de loto
en las lagunas del desequilibrio.
Los sabios te miraron de reojo,
apóstol fiero de inconsciente brío;
les asustó tu manto por muy rojo
y tu mirada porque daba frío.
Daba frío a los tristes ateridos
que treman a un viril y recio soplo,
idólatras de dioses ya podridos
caídos bajo el filo del escoplo.
Pero tú te engañaste. La semilla
dio como frutos una guerra amarga;
en tu aurora la estrella ya no brilla
y en tu vergel la tempestad descarga.
Conciencias cojas y cerebros sucios
divorciaron la espada de la vaina.
¡Siguen los doctos de cabellos rucios
hartándose en festines de chanfaina!
La estolidez apaga toda lumbre,
la canalla servil todo lo frustra;
no llega el Hombre a la dorada cumbre,
ni a su Gran Mediodía Zaratustra.
Tu alma de belleza estaba llena
a la par que de absurdos reconcomios;
tu canto es ese canto que resuena
en los jardines de los manicomios.