Con motivo de la muerte de su hija Eufemia, niña de tres años
No desesperada, llores,
así de tu hija la muerte,
ni maldigas de la suerte
los aparentes rigores;
que, siempre que deja un niño
la dura región del suelo,
es porque le lleva al cielo
de Dios piadoso el cariño.
Y en vez de la veste negra,
indicio del alma triste,
de blancas galas te viste,
y en santas fiestas te alegra.
Pues, por merced especial,
ha sido admitida Eufemia
a la gloria en que Dios premia
a los que evitan el mal:
a cuantos. aquí en la tierra,
con heroicos corazones,
vencieron de las pasiones
la dura constante guerra.
El hondo dolor pues calma,
y no pongas en olvido
que, sin haber combatido,
tu hija ha logrado la palma.
Vela en Sïón soberana
lograr feliz acogida,
por ángeles recibida
como una esperada hermana.
Allí suplica al Señor,
pues ni el cielo te olvida,
que de la madre afligida
temple el agudo dolor.
¡Ah! ¡quién tu felicidad
gozando, Eufemia, estuviera!
¡Por qué no morí, cuando era
niño de tu misma edad!
Que no aguardan la enemiga
tristeza y los desengaños
al número de los años:
mi triste pecho lo diga.
Pues desde mi hora primera
diez giros y diez tan solo
en torno al dorado Apolo
cumplió la terrestre esfera,
y tan breve vida ya
es a mis desdichas larga;
como a quien pesada carga
en hombros llevando va;
que, como llegar ansía,
por verse libre del peso,
larga y penosa en exceso
se le hace la corta vía.
(1856.)