La muy querida estaba desnuda, y, conociendo mi corazón,
No había conservado más que sus joyas sonoras,
De las que el rico conjunto le daba el aspecto vencedor
Que tienen en sus días felices las esclavas de los moros.
Cuando arroja danzando su ruido vivaz y burlón,
Este mundo deslumbrante de metal y de piedra
Me encanta extasiándome, y amo con furor
Las cosas en que el sonido se mezcla con la luz.
Así ella estaba, acostada, y dejándose amar,
Y desde lo alto del diván sonreía complacida
A mi amor profundo y dulce como el mar,
Que hasta ella subía como hacia su acantilado
Los ojos fijos en mí, cual un tigre domado,
Con un aire vago y soñador ella ensayaba poses,
Y el candor unido a la lubricidad
Daba un encanto nuevo a sus metamorfosis.
Y su brazo y su pierna y su muslo y sus riñones,
Pulidos, como aceitados, ondulantes como un cisne,
Pasaban ante mis ojos clarividentes y serenos;
Y su vientre y sus senos, esos racimos de mi viña,
Adelantábanse, más mimosos que los ángeles del mal,
Para turbar el reposo en que yacía mi alma,
Y para apartarla de la roca de cristal
En que, serena y solitaria, ella se había asentado.
Yo creí ver unidas por un nuevo diseño
Las ancas del Antíope al busto de un imberbe,
¡Tanto su talle hacía resaltar su pelvis!
¡Sobre su tez leonada y parda el afeite estaba soberbio!,
—Y habiéndose la lámpara resignado a morir,
Como el hogar sólo iluminaba la estancia,
Cada vez que exhalaba un resplandeciente suspiro,
¡Inundaba de sangre aquella piel colorida de ámbar!