I
¿Qué loor hay que te cuadre,
reina de la empírea corte,
hija del eterno Padre,
del Paráclito consorte,
y del Verbo virgen madre?
Tú a quien, aunque hija de Adán,
de emperatriz nombre te dan
los nobles hijos del cielo,
y atentos en santo celo
a tus preceptos están;
Tú que eres ¡en tal manera
de Dios la gracia en ti abunda!
la criatura primera
de la creación entera,
y a Dios tan sólo segunda;
sublime María, nueva
mayor mejorada Eva,
segunda madre del hombre,
¿Qué honores hay que a tu nombre
agradecido no deba?
Rompiendo antiguo contraste,
tú con Dios emparentaste
al hombre abatido y siervo,
hermano por ti del Verbo
a que fue tu seno engaste.
Por especial gracia y acto
de la paloma celeste,
entra el Verbo a tomar veste
humana en tu vientre intacto,
sin que tu candor te cueste;
como, dejándola entera,
y sin teñirla siquiera,
el puro rayo solar
entra a cerrado lugar
por trasparente vidriera.
De la tartárea serpiente
la dura soberbia frente
en triunfo glorioso fue
quebrantada eternamente
por tu delicado pie;
pagando así el fiero mal
que irreparable en Edén
hacernos quiso, y del cual
supo sacar mayor bien
la clemencia celestial.
de ti la mujer se alaba
que del hombre vil esclava
y de sus antojos era,
y por ti de compañera
derechos recuperaba.
Con Dios piadosa nos vales,
si justamente se aíra:
por tantas gracias y tales,
toda boca, toda lira
te celebren perennales!
II
De los hombres abogada,
clementísima Señora,
hasta nuestra postrer hora,
a la Trinidad sagrada
por todos nosotros ora.
Nunca a ti se alzan en vano
nuestras afligidas voces,
que los más duros y atroces
modos del dolor humano
por larga prueba conoces.
Tu ruego, madre, socorra
a los que, lejos del grato
humano consorcio y trato,
en negra húmeda mazmorra,
del hondo Averno retrato,
viven años prisioneros;
a los nocturnos viajeros
que no dan con su camino,
y del ladrón o asesino
temen los asaltos fieros;
a los huéspedes del mar
que, a punto de naufragar,
al cielo trémulas manos
y agudos clamores vanos
alzan todos a la par;
al que desde playa ajena
mira llorando la nave
que zarpa a la patria arena,
a donde destierro grave
a no volver le condena;
a los pacientes soldados
que, alegres y denodados,
en defensa de su tierra,
van a morir a la guerra
a millares y olvidados;
Al que en su instante final
teme del Juez inmortal
la pavorosa presencia,
y escucha ya la sentencia
del último tribunal;
al alma que, acrisolada
del purificante fuego,
espera allí que la entrada
a la celestial morada
le abrevie el humano ruego.
No te olvides de la viuda,
de crecida prole ayuda,
que, en medio a pobreza acerba,
casto su lecho conserva
y el antiguo amor no muda;
ni del padre a quien están,
con voz y ansioso ademán,
la consorte y el enjambre
de hijuelos, pálidos de hambre,
pidiendo un trozo de pan.
Ruega por el ternezuelo
infante que aún por el suelo
con manos y pies se arrastra,
y por rigor de madrastra
trueca materno desvelo;
Por la simple niña hermosa,
burlada de amante aleve,
y que madre, más no esposa,
ante el mundo no se atreve
a mostrarse vergonzosa;
Por el triste a quien condena
un delito, tal vez falso,
a la irreparable pena,
y que ya sube al cadalso
en plaza de gente llena;
por el pueblo donde impera
la voluntad altanera
de coronado verdugo,
y por el que oprime el yugo
de una nación extranjera.
Débante preces constantes
las repúblicas infantes,
de que mi patria ¡ay! es una,
víctimas desde la cuna
de discordias incesantes.
Pues todos tus hijos son,
ruega por los de nación,
color y culto diversos,
por los justos y perversos,
por todos sin excepción.
Todos en igual empleo
merecen tu ruego pío:
el inocente y el reo
el cristiano y el judío,
el apóstol y el ateo.
III
Puerta de los cielos ancha,
de toda virtud dechado,
a quien el Terno increado
sola exentó de la mancha
del original pecado;
Pura fuente cristalina
de nuestra vida en los yermos,
santa alegría divina
de los tristes, medicina
y salud de los enfermos:
mi viciosa juventud
enmienda, y haz que me inflame
el amor de la virtud;
contento y paciencia dame,
y vuélveme la salud.
Mas tu piadosa oración,
si muero en edad tan tierna,
me dé el divino perdón,
y dulce morada eterna
en los palacios de Sión.
(1857)