De histérico una monja padecía
y ningún mes contaba
las calendas purpúreas que aguardaba.
Al convento asistía
un médico arriscado
que por su ciencia conoció el estado
de la joven paciente
y cuál era el remedio conveniente;
y con oculta treta,
en papel reservado
entrególe a la sor como receta
cuyo expedito y breve contenido
de esta manera estaba concebido:
«Contra ese flato histérico receto
un fregado completo
en aquellos canales
que los censos expelen mensuales.
Yo para esta faena,
una tienta de carne tengo buena,
con que ofrezco curarla
y la matriz al par deshollinarla.»
Esto leyó la monja, y afanosa
de cobrar su salud, pensó una cosa
con que deshollinada
quedase con la tienta deseada;
para ello, de repente,
con más fuerza el histérico accidente
fingió, de tal manera
que mandó la abadesa se trajera
el médico al momento,
y, sin desconfianza, en el convento
le pidió que quedase
en tanto que la monja peligrase.
Llegó la media noche y las campanas
a maitines tocaron;
las piadosas hermanas
de sus celdas al coro se marcharon,
quedando con la enferma una novicia
de bastante malicia
y el médico, ajustándose su cuenta
de cómo engañaría a la asistenta.
Esta, que recelaba el torpe empeño,
fingió ceder al sueño
y vio que el esculapio prontamente
montaba a la paciente
y que ella culeaba
mientras él la estrujaba
tanto, que la pobreta
tragaba suspirando la receta.
La novicia, por no llevar el gorro,
gritó: -¡Hermanas, socorro!
¡Acudan, que este médico maldito
a nuestra hermana pincha el conejito!
Por pronto que a esta voz saltó del lecho
el agresor sin consumar el hecho,
las monjas, que volaron
a la celda, llegando a tiempo, vieron
lo que nunca tuvieron
y siempre desearon;
hallaron a la enferma destapada;
vieron, ¡ ay!, enristrada
la tienta valerosa
del médico en el aire y que, furiosa
porque su ocupación se lo impedía,
con todas juntas embestir quería.
A tal vista, una clama: -¡ Es un impío!
Otra dice: -¡ Qué escándalo, Dios mío!
Otra, con mayor celo, repetía
que sobre sí el delito tomaría
para evitar que luego
llegue sobre el convento a llover fuego.
En tanto que gritaban, la abadesa
llegó dándose priesa,
en brazos de dos monjas apoyada,
con el peso encorvada
de ochenta y cinco años,
que le habían causado, entre otros daños,
almorranas, ceguera,
algo de perlesía y de sordera,
y una pronunciación intercadente
por hallarse su boca sin un diente.
Esta, pues, enterada de la culpa,
vio que la delincuente se disculpa
mostrando la receta,
y adivinó que el médico operaba
con la tienta que en ella insinuaba.
La abadesa, discreta,
de la verdad queriendo cerciorarse,
en la nariz montó los anteojos,
que eran auxiliadores de sus ojos;
mandó luego acercarse
al galeno que estaba bien armado
por no haber la receta consumado,
y, alzándole de prisa
el cumplido faldón de la camisa,
exclamó con presteza:
-¡ Bendígaselo Dios! ¡ Soberbia pieza!
La de mi confesor, que pincha y raja,
con dos palmos del vello a la cabeza
es un meñique al lado de esta alhaja.