Una noche ardorosa,
después de haber cenado alguna cosa,
la joven Isabela
en su lecho acostada
del todo despojada
trataba de entregarse al dulce sueño.
Mas una infame pulga la desvela
picando con empeño
ya el reducido pie, ya la rodilla,
ya la rolliza y blanca pantorrilla.
La joven, impaciente,
echa inmediatamente
su linda mano a donde piensa hallarla,
y algo bueno daría por pillarla;
pero el bicho maldito,
sin dársele ni un pito,
cuanto más le persigue
más salta, y brinca, y sigue con su empeño;
hasta que Isabelilla, incomodada,
con la sangre encendida,
no pudiendo sufrir más la cuitada,
salta fuera del lecho enfurecida,
coge la luz, se pone patiabierta
y en medio de las piernas la coloca;
pero se vuelve loca
y con la infame pulga nunca acierta.
La ve mil veces, otras tantas huye;
sobre ella pone el dedo, y se escabuye;
que de aquí para allá siempre saltando,
parece con la niña estar jugando.
Ésta, por eso mismo más airada,
jura la ha de pagar muy bien pagada,
y con tan gran ahínco la persigue
que, vaya a donde vaya, allá la sigue.
A fuerza de luchar, casi perdida
se halla al fin la insufrible picadora,
y por ver si se libra, va y se mete
en aquel lindo y virginal ojete,
que tan dulces placeres atesora.
La niña, entonces, más sobrecogida,
más sofocada y con la sangre hirviendo,
también el albo dedo va metiendo
a ver si allí la encuentra;
y a medida que lo entra
y que hurga presurosa,
halla una sensación tan deliciosa
que a continuar la excita,
el dedo a toda prisa meneando
hasta que, blanca espuma derramando,
queda la pobrecita,
la boca medio abierta y fatigada
y los ojos en blanco y desmayada.
Como, a pesar de todo, no saliera
el bichillo infernal de su tronera,
desde entonces apenas pasa el día
que no le busque con igual porfía.