La mujer, entretanto, de su boca de fresa,
Retorciéndose cual una serpiente sobre las brasas,
Y estrujando sus pechos en la cárcel de su corsé,
Dejó correr estas palabras impregnadas de almizcle:
—"Yo, yo tengo los labios húmedos, y conozco la ciencia
De perder en el fondo de un lecho la antigua conciencia.
Yo enjugo todas las lágrimas sobre mis senos triunfantes,
Y hago reír a los viejos con risa de niños.
¡Reemplazo, para el que me ve desnuda, y sin velos,
La luna, el sol, el cielo y las estrellas!
Yo soy, mi sabio querido, tan docta en voluptuosidades,
Cuando ahogo un hombre entre mis brazos temidos,
O cuando abandono a sus mordeduras mi busto,
Tímida y libertina, y frágil y robusta,
¡Que sobre estos acolchados, desmayándose de emoción,
Los ángeles impotentes por mí se condenarían!"
Cuando hubo de mis huesos succionado toda la médula,
Y yo lánguidamente me volví hacia ella,
Para devolverle un beso de amor, ya no vi más
Que un odre con los flancos viscosos, ¡todo lleno de pus!
Cerré los dos ojos, en mi frío espanto,
Y cuando los reabrí a la claridad viviente,
A mi vera, en lugar del maniquí pujante
Que parecía haber hecho provisión de sangre,
Temblaban tan confusamente restos de esqueleto,
Que ellos mismos producían el sonido de una veleta
O de una muestra, al extremo del vástago de hierro,
Que balancea el viento durante las noches de invierno.