En la ciudad alegre y renombrada
que riega, saltarín, Guadalmedina,
empezó a padecer de mal de orina
una recién casada
de edad de veinte años,
a quien vinieron semejantes daños
de que su viejo esposo
setentón lujurioso,
por más esfuerzos que a su lado hacía
y con sus refregones la impelía
al conyugal recreo,
jamás satisfacía su deseo,
quedando a media rienda el pobrecito
con un moco de pavo tan maldito,
que la moza volada
enfermó de calor. ¡ Ahí que no es nada!
Era harto escrupulosa
la requemada esposa,
y, por calmar su ardor la Penitencia,
frecuentaba los santos sacramentos
pensando que aliviaran su conciencia
ciertos caritativos argumentos
con que un fraile agustino
daba lecciones del amor divino.
Refirióle afligida
las fatigas que el viejo impertinente,
su esposo, aunque impotente,
le obligaba a sufrir, y que encendida,
después que la atentaba
y de asquerosas babas la llenaba,
en el crítico instante
la dejaba ardorosa y titilante.
(Y aquí, lector, no cuento
lo que también contó de un sordo viento
fétido y asqueroso
que expelía en la acción su anciano esposo,
caliente y a menudo:
mas por mí no lo dudo,
porque la edad en tales ocasiones
afloja del violín los diapasones).
Volvamos sin tardanza
al agustino, que entendió la danza
y la dijo: -Esta tarde
a solas quiero, hermana, que me aguarde
en su cuarto, y haré que el mal de orina
se le cure con una medicina
que el gran padre Agustín, santo glorioso,
a nuestra religión dejó piadoso.
En esto concertados,
el bravo confesor y la paciente
a la tarde siguiente
en una alcoba entraron, y, encerrados
allí, Su Reverencia
a la joven curó de su dolencia
con un modo suave
y al mismo tiempo vigoroso y grave.
Entre tanto, el esposo
con un médico había, cuidadoso,
consultado los
males que su mujer sufría tan fatales
y a su casa consigo le traía
a tiempo que salía
de ella el buen confesor, gargajeando
y de la fuerte operación sudando.
Sin detenerse el viejo en otra cosa,
entró y dijo a su esposa:
-Mira, hijita, qué medico he buscado,
que dejará curado
ese tu mal de orina
aplicándote alguna medicina.
Y ella al galeno entonces, muy serena,
dijo -No es menester, que ya estoy buena;
mi enfermedad penosa
ha cedido a la fuerza milagrosa
que San Agustín puso en los pepinos
de los robustos frailes agustinos.