En la ardiente orgía, cantando y riendo, la copa en la mano, conmovido el seno, vestida de blondas, raso y terciopelo, se encuentra la joven de los ojos negros. En su tersa frente los rubios cabellos pálidos flamean con fulgor intenso, y suave murmullo de encendidos besos palpita en sus labios de grana y de fuego. La noche es oscura; el helado cierzo fatídico silba y retumba el trueno; vestida de harapos, muerta de hambre y miedo, una mujer entra en el aposento donde lugar tiene el festín espléndido, y a la hermosa joven de los ojos negros pide una limosna con lúgubre acento. La joven la mira con adusto ceño, y sin socorrerla la despide luego; y la melancólica guitarra tañendo, con voz argentina da esta copla al viento: «¡Qué triste está el mundo! ¡Qué triste está el cielo! ¡Qué triste se encuentra mi madre! y en cambio ¡qué alegre mi pecho!» II Con lluvias y fríos, pasó el crudo invierno, y el mes de las flores, de delicias lleno, con su sol radiante y amores risueños, tiende por el mundo su rosado velo. Levántase el día teñido de fuego, y en olas de oro se bañan los cielos entonan las aves sus dulces gorjeos, y en el lago límpido agitase el céfiro. Por aquella senda que va al cementerio llevan unos hombres un humilde féretro, en el cual descansan los ya fríos restos de la hermosa joven de los ojos negros. La única persona que va en el entierro es aquella pobre que con hambre y miedo entrose en la orgía la noche de invierno. Mil ayes despide su angustiado pecho, y vierten sus ojos lágrimas sin cuento. Madre es de la joven de los ojos negros, y por eso exclama con grandes lamentos: «¡Qué alegre está el mundo! ¡Qué alegre está el cielo! ¡Qué alegres las aves canoras!, y, en cambio, ¡qué triste mi pecho!»
La joven de los ojos negros
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