¡Miradlo, es él! En su pupila ardiente del genio el gran relámpago serpea; el noble patriotismo centellea en su pecho valiente, en su severa frente con intenso fulgor brilla la idea. ¡Miradlo, es él! Nuestro inmortal Quintana, el poeta coloso cuyo canto soberbio y generoso es el orgullo de la historia hispana. Es el poeta que cantó la imprenta con pindáricos sones, e inspirose también en la sangrienta noche fatal de cien revoluciones. Su alma fue siempre espléndido tesoro de entusiasmo de fe, de valentía, y de su fuerte cuerpo en cada poro un corazón enérgico latía. El gran patricio, el escritor gigante de numen soberano; su pluma fue la espada centellante que el ángel vengador puso en su mano. Él azotó la espalda del tirano, y al torpe absolutismo sepultó con esfuerzo sobrehumano en el eterno abismo. La patria era su Dios, su amor, su vida; por eso al verla herida por la garra del águila de Jena, gritó con voz potente: ¡Guerra!... Dadme una lanza, ceñidme el casco fiero y refulgente, volemos al combate, a la venganza. Y la española gente al escuchar su grito, diligente acudió belicosa a la matanza. El gran Quintana, arrebatando entonces el fuego a los volcanes, la luz al rayo, el son a los torrentes, los acentos valientes a los recios y roncos huracanes, la voz atronadora y altanera al eje de la esfera, y el poderoso grito a los titanes, lanza su canto enérgico y sublime, y en heroica bravura al par que fiera, enciende los hispanos corazones. La Francia al escucharlo tiembla y gime, y cayendo esta hiena en vil desmayo, su altiva frente aplasta el férreo callo de nuestros fogosísimos bridones. El lírico fue el dios de la victoria y de entonces su nombre insigne, suena en la guerrera tropa, en la alta almena, en el choque de bélica armadura, en el mar, en el monte, en la llanura... ¡Toda nuestra nación su nombre llena! Por eso cuando cruza por mi mente el glorioso recuerdo de esta hazaña, exclamo, lleno de entusiasmo ardiente: «¡Quintana ha de vivir eternamente, pues Quintana es España!»
Quintana
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