El mediodía en la barriada pobre
prendía lentejuelas al andrajo
y, a toda luz, era color de cobre
el Madrid de la greña y del zancajo.
De cúpulas de iglesia realzada
la ciudad en sus perfiles recortados
parecía una hembra calcinada
que enseñase los senos abrasados.
¡Incandescencia de fulgores duros!
El astro en sus lumínicas lujurias
arrancaba luceros de los muros
en el hoyo que forman Las Injurias.
El tinte rubio de la purpurina
embadurnaba las casuchas hoscas,
y el parpadeo de la venturina
se destacaba en las paredes toscas.
Por una cuesta pina y pedregosa
una chiquilla coja y despeinada
bajaba como una grulla temblorosa.
En su muleta corta iba apoyada
como un náufrago a un remo redentor.
La pierna ausente parodiaba el palo.
(Para los que claudican con rencor
la vida es un sendero áspero y malo.)
Con un melindre de caricatura,
excitando el sollozo o el ludibrio,
bajaba aquella pobre criatura
haciendo maravillas de equilibrio.
Un gozquejo sarnoso la seguía
importunando su marcha acrobática;
temerosa la niña se evadía
con precisión perfecta y matemática.
Se deslizó por la pendiente gualda
igual que un saltamontes malherido.
El perro inmundo se enganchó a su falda
mordisqueando un volante descosido.
Y la mofa del can, triste e inicua,
hacía a la infeliz tambalearse.
Sobre los guijos de la cuesta oblicua
creí que la cojita iba a estrellarse.
Por fin llegó al final de la barranca,
a un africano aduar sucio e infecto
donde el proscrito duerme y se esparranca
con el dolor, el hambre y el insecto.
La cojera infantil era simbólica
en el barrio canalla y condenado
donde la carne enferma y melancólica
se revolcaba al sol rudo y dorado.
Cual la niña alegórica y tullida,
en las ocres viviendas requemadas
hay gentes que renquean por la Vida
bajo los mimos de sus dentelladas.