Iba tendiendo su luctuoso manto
La noche oscura y fría,
Sin que templase un tanto
La opacidad de la región vacía,
El rayo de la luna macilento
Ni el trémulo fulgor de las estrellas;
Pues, cual rastro sangriento,
De un sol de invierno las rojizas huellas
Surcaban sólo el negro firmamento.
Tristes también las calles parecían
De la opulenta villa coronada,
Do circulando multitud callada,
Sólo semblantes serios se veían,
Que presentir hacían
Algún grave suceso,
Pronto explicado por las roncas voces
Que esparcieron veloces
Por el gentío espeso
Los vendedores de volantes hojas,
Gritando por doquier: «Causa y sentencia
»Del coronel Rengifo y compañeros,
»Que a los rayos primeros
»Del nuevo sol terminan su existencia.»
Pasan de mano en mano
Los públicos papeles,
Y -aunque no haya quizá pechos crueles
Que al contemplar destino tan tirano
Puedan negar a los dolientes reos,
Víctimas de políticos errores,
Un suspiro, una lágrima piadosa-
Siguen los transeúntes sus paseos,
Su fúnebre pregón los vendedores,
Y la noche su marcha silenciosa.
Las horas vuelan entre tanto; cesa
La agitación del mundo,
Y entre la sombra espesa
Do el silencio por fin reina profundo,
Derramando narcótico beleño
-Que a descansar convida
De los rudos afanes de la vida-
Desciende en alas de la noche el sueño.
Mas, ¡ah!, tan honda calma
No aduerme, no, pesares sin consuelo
-Que apenas puede resistir el alma,
Y en su prisión austera
Gimen los tristes que el postrer desvelo
Sufriendo están en el infausto suelo
Donde el sepulcro abierto les espera.
Vida y vigor devolverá a natura
La claridad febea,
Y ellos en la luz pura
Sólo verán su funeraria tea
¡Oh! ¿Qué pincel tan fúnebres colores
Puede tener, que alcance
A bosquejar siquiera los dolores
Que así cercanos al tremendo trance
De cada cual el corazón devora?
No sólo ve la muerte, la vigilia
-De espectros crëadora-
Presenta allí la mísera familia...
La esposa, el padre, el hijo a quien adora!
¡Oh, pobre infante, cuya blanda cuna,
De la esperanza nido,
La pérfida fortuna
-Que oyó propicia su primer vagido-
Deja con luto de orfandad cubierta!...
¡Oh, pobre infante, que en el pecho tierno
Verá la herida abierta,
Que de su vida con brotar eterno
La senda regará triste y desierta!...
Mas ¿qué puedes hacer, padre infelice?
¡Fuerza es morir!... Con pavorosos ecos
Tu corazón lo dice...
Y esa luz bella -que a tus ojos, secos
Por insomnio crüel la aurora envía-
Te lo dice también. Morir es fuerza;
No esperes, no, que su guadaña tuerza,
Piadosa a tu dolor, la parca impía.
Fuerza es dejar el hijo abandonado,
La esposa desvalida,
El padre desolado,
¡Ay! y a la madre tierna, encanecida
Por años de virtud. -De esa existencia,
Que ella ha cuidado con afán prolijo,
Infatigable amor, santa paciencia,
¿Qué cuenta le darás, ¡funesto hijo!?
¿Qué cuenta le darás en tu conciencia?...
...................................
Repentino rumor se eleva y crece
En la mansión sombría:
Crujiendo se estremece
La férrea puerta, que ostentar debía
-Cual la del reino del eterno llanto
Del rudo Dante la inscripción tremenda;
Y trémulos -en tanto
Que abre a sus pasos la temida senda-
Los sentenciados, que entre mil dolores
Por conservarse sin flaqueza luchan,
Ya los redobles fúnebres escuchan
Con que a morir los llaman los tambores.
Llegó el instante, ¡oh Dios! -Pero ¿qué anuncia
La voz que el nombre de Isabel pronuncia,
Mientras cual bella aurora
-Que las tristes tinieblas desvanece
Y a los campos colora
En la lóbrega estancia que ilumina,
Tierna beldad de súbito aparece,
Vertiendo luz de compasión divina,
Que en sus azules ojos resplandece?...
¡Es ella! ¡Sí! ¡Miradla!... Pura y bella,
De sus plantas reales
Sienta la leve huella
De la horrible capilla en los umbrales.
El ángel santo de piedad la guía,
La majestad del solio la acompaña,
La siguen a porfía
Las esperanzas y el amor de España,
Y huye a su aspecto la discordia impía.
¡Llega, virgen real! Tu planta imprime
En la mansión del duelo
Ejerce la sublime
Prerrogativa que te otorga el cielo
Perdona como él, y que la historia
De los monarcas, con tu ejemplo egregio,
Legue a tus sucesores la memoria
De que -al usar tan noble privilegio-
La diestra augusta que perdón concede
Recoge en cambio gloria,
Que a otra ninguna compararse puede.
La tuya, ¡oh Isabel!, la tuya hermosa
En esos rostros mira,
Do tu mano piadosa
Secó el llanto cruel: ella respira
En esas vidas que arrancó a la tumba
Tu corazón magnánimo; se extiende
En ese que retumba,
Víctor inmenso, que el espacio hiende,
Y aún brilla en el cadalso que derrumba.
La tuya el laurel santo
No hace nacer con riego
De hirviente sangre y congojoso llanto,
Sino de amor al fecundante fuego;
Y el que la ensalza, sublimado canto,
No es el que ensayo con humilde tono
De mi lira en los sones;
Sino el que se alza en tiernas bendiciones
Hasta tu excelso trono.
Feliz en él por dilatados días
Goza, joven augusta,
Las santas alegrías
Del poder bienhechor. La frente adusta
De la justicia tu piedad suavice;
Que el rigor nunca la nefanda tea
De la venganza atice;
Y justa siempre y perdurable sea
La voz universal que hoy te bendice.