La canción de las estrellas

CANTO PRIMERO I ¡Oh sol, oh regio sol de Andalucía, besa mi frente, y con tus rayos de oro corona mi laúd.¡Oh frescas rosas de los jardines béticos, perfumes y colores prestad a mi poesía! ¡Oh esquivos ruiseñores melodiosos que moráis en los bosques de mi patria, las perlas derramad de vuestro canto sobre el metal sonoro de mis versos!... ¡Sol, rosas, ruiseñores, embriagadme de fragancias, y músicas, y lumbres, y así podré narrar la breve historia de un tierno amor, en lágrimas bañado, como violeta henchida de rocío! II Bajo el sereno azul la primavera toda desnuda y luminosa ríe. A la vívida llama de sus ojos las fuentes y los lagos centellean, luce la húmeda yerba su esmeralda y palpitan los puros corazones. Mayo, el alegre mes de las caricias, sus alas de oro en los espacios tiende; los prados llena de vistosas flores y las almas de fúlgidas auroras. En los fecundos campos todo canta... Ingente lira es cada bosque y arpegio cada rama florida, grato idilio cada vergel: naturaleza entona al erótico mayo himnos triunfales. Sí, todo canta; desde el claro arroyo que, al pie de la persiana de los juncos, su flauta de cristal, plácido tañe, hasta el primer amor, que alza en los pechos juveniles su bella Serenata. III ¡La serenata del amor, divina!... ¿Quién no oyó sus dulcísimos acordes?... ¿Qué virgen corazón de quince años no ama bajo el imperio de las rosas? Tiempo fascinador en que desciende Apolo del Olimpo; las estrellas, como un coro de ninfas nacaradas, se bañan en las olas de zafiro; lleva la brisa aromas de claveles y de jóvenes senos; la mañana su collar de luciente pedrería rompe sobre los prados y las flores; bajo el lascivo pámpano sonríe la bacante feliz; entre el follaje vuela del ruiseñor la estrofa de oro... ¡y enamorada la radiante musa acaricia en sus brazos al poeta, y enciende en él la esplendorosa llama que cambia al hombre en dios... ¿Quién no ha escuchado en las tranquilas argentadas noches el áureo bandolín? IV ¿Veis esa huerta que, arrullador, abraza el caudaloso Guadalquivir triunfante?... Ella es la amada, la hermosa favorita del gran río, próvido rey de la andaluza tierra. Alguna vez irrítase el monarca y, desbordado el bramador torrente de su temida cólera y sus celos, deshace la guirnalda de la huerta y su resplandeciente vestidura. Pero después, calmados sus enojos, gentil y halagador, a su querida orna con verde túnica de raso, en su frente coloca una diadema de hojas y frutos, y a sus pies floridos palmas de plata, enamorado, arroja. Bien merece esa huerta ofrendas tales: que es un edén. Relumbra entre sus ramas, como el nevado cuerpo de una ninfa, la morada blanquísima y risueña del hortelano, placentero albergue en cuyo alero arrullan las palomas y fabricó su nido alicatado la inquieta golondrina. En la fachada, que orlan y alegran pámpanos frondosos, brillan al sol, como pupila verde, los vidrios de una rústica ventana en cuyo marco embalsamadas flores dan su perfume y el amor su trova. ¿Cómo no ha de sonar el dulce canto, la serenata del amor, divina, en la ventana rústica, si en ella, al sonrosado albor de la mañana, peina su fina cabellera de oro una niña feliz? Blanca es su nombre. Doncella más hermosa no ha nacido en las comarcas que fecunda el Betis. Su cuerpo virginal, gallardo, ostenta la airosa curva y el contorno puro de ánfora griega; en sus celestes ojos luce el fulgor sereno de los astros; sobre su fresca boca la sonrisa vuela como pintada mariposa en torno de un clavel; y su ovalado rostro de nieve irradia entre el sedoso rubio cabello, como la hostia blanca en el cerco de aurífera custodia. -Hija del dueña de la huerta alegre -rudo trabajador de piel tostada y mano encallecida-, la doncella tiene en el noble pecho de su padre un trono y un altar. V Gentil mancebo, llena la tersa frente de ilusiones y los ojos de sol, una mañana que cruza por la huerta, ve este cuadro, con resplandores de égloga latina y destellos de aurora. Sobre tosco banco sentada y a la grata sombra de un dosel, que jazmín pomposo y alto formó con su follaje y con sus mudas campanillas de plata, está la hija del hortelano, bella y floreciente como abierto rosal. Velan y ciñen las sagradas turgencias de sus formas un pañuelo de seda, purpurino, y un blanco traje de percal, crujiente completando su linda vestidura el manto brillador de sus cabellos que desatados por su espalda ruedan. En torno de la niña, cuya mano esparce rubio trigo, una bandada de ligeras palomas aletea y lanza sus arrullos gemidores. Una de pluma azul se posa erguida sobre el hombro de Blanca; otra despeina con sus alas de nácar, sus cabellos; otra en su limpia falda se cobija, y otra, la más feliz, hunde su pico, como en un rojo casco de granada, en los carmíneos labios de la hermosa. Ante visión tan hechicera, el mozo quedó sumido en hondo arrobamiento, en éxtasis divino, hasta que Blanca, terminado el banquete delicioso que ofrece a sus palomas cada día, traspasó de su casa los umbrales. VI Aquella noche, el joven, desvelado, la cabeza revuelve en la almohada, fijando sus miradas en la sombra. Es que ve en la negrura que lo envuelve una imagen de diáfanas pupilas, rostro de nieve, palpitante seno velado de escarlata y blanco traje. Y ve también, brillando en las tinieblas, una paloma azul que, en vez de pico, tiene los labios de él, ¡sus mismos labios! y apasionada besa a la hermosura... A poco, el siempre asiduo y apacible sueño de la dichosa adolescencia cierra los ojos al gentil mancebo y en su boca dibuja una sonrisa... ¡Oh, dulce joven! goza del tranquilo plácido sueño de la edad temprana! disfruta de ese bien; que en los corceles voladores del tiempo, airados llegan el encendido afán, la duda impía, la cólera insensata, el vil despecho, el vicio tentador, la aguda pena, la ingratitud, de víboras armada, y la torpe ambición, fantasmas hoscos que tienen por constantes compañeras las noches de amargura y desconsuelo, en que el pálido insomnio nuestras frentes desgarra con espinas punzadoras. ¡Oh, mancebo feliz, goza, disfruta de ese bien que tan pronto se disipa! VII A la primera luz de la mañana salta del lecho el tierno adolescente, aún llena la retina del encanto y claridad de la visión nocturna. Se acicala, y escoge el más lucido de sus costosos trajes: que Adelardo -tal se llama el garzón de nuestra historia- hijo es del labrador más opulento de la región feraz. Vestido el mozo con sus galas más ricas y flamantes, en busca de la niña seductora marcha jovial, bizarro y diligente. Todo es resolución, audacia y brío el bello seductor, cuando camina hacia la huerta; pero al verse luego en presencia de Blanca, siente el joven que le palpita el corazón, que abrasa el fuego su mejilla y que, turbado, nada acierta a decir. La virgen rubia, que conoce a Adelardo, de un fragante rosal corta una flor, y, sonriendo, mas trémula y la faz toda encendida, al mancebo la ofrece, que, dichoso, prende la rosa en su agitado pecho. VIII Aquella noche, la feliz doncella la cabeza revuelve en la almohada, fijando sus miradas en las sombras. Es que ve en las tinieblas la arrogante imagen de Adelardo, con un nimbo de matinal fulgor... Luego el sagrado ángel resplandeciente de la guarda tiende sus blancas alas protectoras sobre el cándido lecho de la niña, y vela su tranquilo y casto sueño. IX Se aman los dos con el amor riente, con el primer amor, límpido néctar que perfuma la copa de la vida. Vedlos bajo los árboles floridos dando al aire sus risas melodiosas. ¡Cuán divina está Blanca en esta alegre tarde de Mayo! Adornan sus cabellos, que relumbran al sol, lirios azules, blancos jazmines y encarnadas rosas luce en el pecho un ramo de azucenas y en la nívea garganta de alabastro un collar de cerezas encendidas. Ella mira a su amante, enamorada, mientras él la contempla embebecido. De pronto suena un beso, un dulce beso todo música y luz, como una endecha de ruiseñor... ¡Inflámase el ambiente; tiemblan todas las hojas y las flores; suspiran los arroyos, y en la umbría canta el alma sublime de Virgilio! Vedlos pasar por el mojado césped unidos, cual dos versos amorosos que ata el lazo de perlas de la rima. Él le pide que cante, y ella entona esta canción, con regalado timbre: -Hoy de su palacio azul han salido las estrellas, ciñendo sus frentes bellas con velos de blanco tul. Por una escala de plata a la tierra han descendido, y una corona han tejido de claveles escarlata. Con ella esmaltan la hermosa casta frente de marfil de una doncella gentil, que esta noche se desposa. Mucho quieren las estrellas a esta niña blanca y pura, porque en sus ojos fulgura la misma luz que arde en ellas. La doncella angelical camina al templo sagrado, y un amante despechado le clava agudo puñal. Las estrellitas en coro, al ver a la niña muerta, sobre su faz triste y yerta vierten lágrimas de oro. Luego, en su palacio azul ocúltanse las estrellas, y ciñen sus frentes bellas con velos de negro tul. Vibrando, la canción, rasga los aires y el pecho de Adelardo y su adorada: que en la edad juvenil es generoso y blando el corazón. La tarde expira; poblando de fantásticas visiones la bóveda del cielo. Sobre el musgo, avanza muda la pareja amante mientras el sol, de llamas coronado, la viste con purpúreos esplendores. CANTO SEGUNDO I Hay un hada fatal, pálida y bella, de ojos de fuego y tentadora risa, que oculta con su regia vestidura un cuerpo de reptil; hada traidora que, cuando besa con su torpe labio a la florida juventud, le arranca la corona de rosas de la frente. Fascinador espíritu que engendra la desceñida bacanal; transforma el místico y humilde escapulario de la doncella pobre en refulgente collar de perlas; abre el negro abismo del juego; bebe lágrimas y oro y mancha la virtud. Ese funesto monstruo devorador, como se enrosca a la palma gentil la estéril hiedra, ciñó el cuerpo y el alma de Adelardo. II Su buen padre murió, y al verse el mozo dueño de una fortuna, la apacible vida cambió de su natal aldea por el fausto y bullicio de la corte. Gozar, siempre gozar era su norma; pero no al goce puro se entregaba, no al deleite inefable que alas presta al corazón para elevarlo al cielo, sino al placer febril de los sentidos que, como el rayo, brilla, ciega y mata. -Reclinar la cabeza en blancos senos guarnecidos de perlas y diamantes ajar y deshacer lazos y flores; beber, cantar, reír en los festines las manos, empapadas por el vino, enjugarse en lucientes cabelleras... Tal fue la disipada vida alegre de Adelardo en Madrid. Reinó el mancebo en el antro del vicio y la licencia y en el áureo salón, pues repartía el oro por doquier. ¡Maldito el oro! ¡Maldito, sí, maldito una y mil veces! que obrero infatigable, en las tinieblas, labra la culpa, el deshonor y el crimen. ¿Cómo dudar que lágrimas enjuga?... Mas ¡ay! por cada lágrima que seca, hace verter un mar de llanto y sangre. Y ¡oh pavorosa realidad! el oro, el gran infame, el corruptor eterno, para la raza humana sienipre ha sido excelso rey, de todos venerado, y único dios que no ha tenido ateos. III Su fortuna Adelardo prodigaba en perdurable bacanal. Se hundían en la charca del vil libertinaje, como náufrago en mar alborotada, sus ternuras, su fe, sus ilusiones... toda la dicha juvenil. Tan sólo flotaba alguna vez en la onda negra el recuerdo de Blanca. Como el cisne que, al cruzar por el lago cristalino, deja sobre la linfa transparente una pluma de plata, el sonrosado idilio de la huerta su destello dejó en el alma del liviano mozo. ¡Cuántas noches en medio de la orgía, vio en el cristal de la bruñida copa la figura de Blanca entre el follaje bañado por el sol!... Y ¡cuántas veces, en brazos de una impura, envuelta en raso, al asaltarle el mágico recuerdo de su primer amor, palidecía, inclinaba la frente, y, a sus ojos, transfomábase el rostro de la hetaira en seca y espantable calavera!... IV En tino de esos bailes con que el vicio y la demencia humana solemnizan el Carnaval; en una de esas fiestas, como un incendio espléndidas y ardientes, en que la faz se oculta a las miradas y desgarra el pudor sus vestiduras, vio Adelardo entre el loco torbellino a una blanca beldad de ojos serenos como el terso cristal de mansa fuente, de rosfro fresco y puro como un lirio, y de figura tan gentil y airosa que Grecia hubiera honrado su hermosura en magnífico altar. Perplejo el mozo quedó ante gracias tales, y admirando aquellas dulces límpidas miradas, aquella noble frente, aquel risueño labio infantil que, ingenuo, parecía no haber sido rozado por el ala de un ósculo de amor, luces y sombras surcaron a la vez su pensamiento. -¿Quién es esta mujer? -se preguntaba-. ¿Será una de esas lúbricas deidades cuyos dientes de perlas nos devoran el corazón, y en no lejano día ruedan desde el asiento de oro y seda de una carroza al lecho miserable de un hospital?... ¿Será una tierna virgen, una doncella cándida que alegres amigas arrastraron a este abismo de ofuscadora corrupción?... ¡Oh cielo! -Adelardo, confuso, murmuraba-. ¿Por qué con esta duda nos castigas? ¿Por qué no marcas con tu rayo el rostro del vicio y la maldad? ¿Por qué permites que se confunda la mujer manchada con la inocente joven, de alma pura cual mañana de mayo?... Injusto cielo, ¿por qué, por qué toleras que se esconda en un cuerpo divino un depravado corazón criminal, como una sierpe en un fragante ramo de azucenas? La mujer... ¿será un ángel o un demonio? ¡Aterrador problema de la vida!... Es un ángel, sin duda, esta belleza. ¿No lo dicen sus ojos y su frente, más casta y luminosa que la luna? Así pensó el mancebo, y presuroso habló con ella, de entusiasmo henchido. ¡Oh, entusiasmo, onda azul que reverbera el estrellado cielo, ardiente llama que corre por las venas juveniles, palacio de cristal de los ensueños y lira de cien voces! ¡Oh, entusiasmo resplandeciente aurora de la vida, como el radiante sol, esmaltas de oro hasta el negro pantano y la caverna! Adelardo escuchaba, conmovido, a la blanca deidad, que ruborosa y con lánguida voz, más cristalina que murmullo de arroyo, le narraba todo un poema de dolor: la joven era una humilde púdica doncella, huérfana y sola, como el arpa muda de la canción del inmortal Gustavo. Con una amiga al baile fue engañada y allí la infiel la abandonó... El mancebo, ya enamorado, le ofreció su brazo, al cual plegose luego el de la bella, como un ala ligera y temblorosa. VI Fue este amor torbellino rutilante de oro y zafir, de púrpura y de fuego, frenética pasión arrolladora que devoraba el pecho de Adelardo, mientras la rauda nave de su mente en el mar de los cielos se perdía. Esclavo de la espléndida hermosura, el joven adoraba sus cabellos negros y relucientes como el raso; su boca, húmedo cáliz de rubíes lleno de miel, de risas y de besos; sus magnéticos ojos de sirena; su floreciente seno modelado en la redonda copa de los dioses; su cuerpo, en fin, su primoroso cuerpo, tan firme y brillador, que parecía haber sido tallado en un diamante de las preciosas minas de Golconda. El mozo, delirante, enloquecido, ciego por la beldad, alma y fortuna arrojole a los pies. ¡Nunca lo hiciera!, que aquella joven pérfida ocultaba una víbora horrible en cada beso y las llamas de Venus Citerea en el vil corazón. Para la infame costosísimas joyas Adelardo compraba sin cesar. ¡Aparecía tan bella entre el relámpago cambiante de las piedras preciosas que irradiaban en su cuello y su negra cabellera!... A la ardiente mirada de sus ojos fundiose todo el oro del mancebo, como la nieve bajo el sol. Entonces, del mismo modo que huye presurosa la golondrina del sañudo invierno, huyó la infiel del arruinado amante. VI Tétrico, solo, en la miseria hundido, sintió Adelardo el odio de los hombres y el olvido del cielo; y en la oscura noche de su pesar la clara imagen surgió de sus idílicos amores, como de negra encina desgajada sale volando nítida paloma. Mas ¡ah! pronto borrose este recuerdo deslumbrador en su revuelta mente; que, más atado al vicio cada día, rodó el joven al fondo abominable de la degradación... y sobre el campo desierto y aterido de su alma sólo cruzaron ya fúnebres cuervos. CANTO TERCERO Es una tarde tibia y deliciosa del mes de mayo. En la encantada huerta llena de sol, de aromas y de arpegios, alzan las flores su fragante copa brindando por la fértil primavera. Sobre el rústico banco está sentada Blanca, la faz descolorida y mustia como el rostro de virgen dolorosa esculpido en marfil. El desengaño rompió los bellos prismas fulgurantes de su grata ilusión, y los dolores esmaltaron el cerco de sus ojos con el matiz de los morados lirios. Alguna vez asómase a sus labios leve sonrisa, en cuyo fondo llora vencido el ideal: es que la triste recuerda a su Adelardo, cuya imagen grabó en su corazón buril de fuego. Al negro olvido, al desamor, al dolo del mancebo falaz responde Blanca con la pasión más firme y encendida. ¡Tal la preciosa concha de los mares -que cantó el dulce Hafiz- de perlas cubre la despiadada mano que la hiere! No lejos de la pálida hermosura su noble padre las robustas ramas tala de un árbol, y miradas llenas de ternura y amor a Blanca envía, mientras rueda una lágrima candente por su atezado rostro, cual la savia por la corteza del oscuro roble. De pronto suenan voces, roncos gritos y locas carcajadas... Por la huerta pasa un grupo de mozos embriagados y mujeres impúdicas. Al frente marcha Adelardo de la turba inquieta, y al ver a su adorada de otros días, que engañara traidor, detiene el paso y le dice procaz: -Bella paloma, ¿por qué estás triste? Vente con nosotros, y gustarás placeres infinitos. Dame, como otras veces, tus caricias y tus besos de miel... El hortelano, que oye el terrible ultraje, despidiendo rayos de muerte por los turbios ojos, roto su tierno corazón de padre, llega al grupo veloz, y, alzando el hacha, que en los aires arroja una centella, parte la frente del cínico Adelardo. En este instante los espacios cruzan, cual doradas abejas, cadenciosos ritmos y dulces notas: a lo lejos un coro de morenas labradoras, de vuelta del trabajo, canta alegre la popular canción de las estrellas... En la faz el horror, desesperada, corre Blanca a la orilla del gran río. Besa allí su bendito escapulario, traza con mano trémula en su frente la señal de la cruz, cierra los ojos... y arrójase a las aguas, que, piadosas, le abren su tumba de cristal. Gimiendo pasa la brisa, entre las verdes ramas, como un sollozo de órgano; la sombra del velado crepúsculo solemne ciñe a la huerta su crespón de duelo, y el rojo sol, cual corazón herido, olas de sangre vierte por el cielo.

Collection: 
1876

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