Fuë en tiempo de borrascas, en una selva oscura
bajo una vieja acacia, somnífera y hojosa;
tus grandes ojos verdes sufrían la tortura
quemante de los besos de mi boca golosa:
Tus ojos, impregnados de miedo y de ternura,
tus ojos, esmeraldas que me robó la fosa!
Se ennegrecía el cielo; ¡cómo olvidar las horas
que pasaron entonces, cuando en mis brazos presa,
al morderte los labios —no más…que me devoras!—
decías, y agregabas: —me has hecho sangre!…besa
más pasito!— y sangraban como picadas moras
tus labios, ¡ay!...rubíes que me robó la huesa.
Después, lloraste mucho…La borrasca rugía;
de pronto vibró un trueno y —¿oyes cómo retumba
la voz de Dios? —dijiste, y agregaste: —¡alma mía!
es que el cielo indignado sobre mí se derrumba!
¡Perdón! ¡Perdón! —yo en tanto tus lágrimas bebía,
tus lágrimas, diamantes que me robó la tumba!