Cuando todos se alejaron de la blanca tumba aquella,
donde sola, muda y fría
se quedaba ella… ella!...
La adorada muerta mía!
Al ver toda su hermosura
para siempre desligada
de mi vida
y escondida
en la callada
sepultura,
con terrible voz, que aún oigo, grité: «Muerte despiadada!
Dime, toda su belleza tornaráse en polvo? Dime,
para el ser que implora y gime,
al final qué queda entonces de esta trágica jornada!»
Pero nadie respondía;
solo el eco repetía
el final de aquella frase: nada! nada! nada! nada!