Ya los de la casa se van acercando
al rincón del patio que adorna la parra,
y el cantor del barrio se sienta, templando,
con mano nerviosa la dulce guitarra.
La misma guitarra, que aun lleva en el cuello
la marca indeleble, la marca salvaje
de aquel despechado que soñó el degüello
del rival dichoso tajeando el cordaje.
Y viene la trova: rimada misiva,
en décimas largas, de amante fiereza,
que escucha insensible la despreciativa
moza, que no quiere salir de la pieza...
La trova que historia sombrías pasiones
de alcohol y de sangre, castigos crueles
agravios mortales de los corazones
y muertes violentas de novias infieles...
Sobre el rostro adusto tiene el guitarrero
viejas cicatrices de cárdeno brillo,
en el pecho un hosco rencor pendenciero
y en los negros ojos la luz del cuchillo.
Y muestra, insolente, pues se va exaltando,
su bestial cinismo de alma atravesada:
¡Palermo le ha oído quejarse, cantando
celos que preceden a la puñalada!
Y no es para el otro su constante enojo...
¡A ese desgraciado que a golpes maneja,
le hace el mismo caso, por bruto y por flojo,
que al pucho que olvida detrás de la oreja!
¡Pues tiene unas ganas su altivez airada
de concluir con todas las habladurías!...
¡Tan capaz se siente de hacer una hombrada
de la que hable el barrio tres o cuatro días!..
...Y con la rudeza de un gesto rimado,
la canción que dice la pena del mozo
termina en un ronco lamento angustiado,
como una amenaza que acaba en sollozo!