Un convento ejemplar benedictino
a grave aflicción vino
porque en él se soltó con ciega furia
el demonio tenaz de la lujuria,
de modo que en tres pies continuamente
estaba aquel rebaño penitente.
Al principio, callando con prudencia,
hacía cada monje la experiencia
de sujetar con mortificaciones
las fuertes tentaciones.
No se omitió cilicio,
ayuno, penitencia ni ejercicio,
mas fueron vanas medicinas tales;
que, irritadas las partes genitales,
el demonio carnal más las apura,
dando a más penitencia más tiesura.
Supo el caso el abad, quien, aturdido
del feroz priapismo referido,
a capítulo un día
llamó a la bien armada frailería
y, después de entonado
el himno acostumbrado,
a cada cual, con humildad profunda,
pidió su parecer, por que se hallase
un medio que cortase
en la comunidad tal barahúnda.
Los monjes del convento
poltronamente estaban en su asiento
discutiendo los modos diferentes
de alejar con remedios convenientes
el bullidor tumulto
que a cada fraile le abultaba el bulto.
Viendo lo ejecutado vanamente
hasta el caso presente,
los sapientes y místicos varones
con santidad y ciencia propusieron
diversas opiniones,
pero en ninguna dieron
que a propósito fuese
para que luego la erección cediese.
En esta confusión, con reverencia,
pidió el portero para hablar licencia.
El portero, no importa aquí su nombre,
era un legazo de tan gran renombre
que, después de rascarse aquello a solas,
hubo vez de jugar diez carambolas.
-Hable, clamó el abad. Y él, humillado,
dijo: -Dios sea loado,
que a mí, vil gusanillo, ha concedido
lo que a Sus Reverencias no ha querido.
Yo un tiempo tentaciones padecía,
mas, por fortuna mía,
hallé un remedio fácil y gustoso
con que al cuerpo y al alma doy reposo.
-¿Y cuál es?, preguntaron admirados
a una voz los benitos congregados.
-Padres, dijo el portero,
tengo una lavandera, cuyo esmero,
cuando a traerme viene
ropa con que me mude,
tanto cuidado tiene
de limpiarme de manchas exteriores
como de las materias interiores,
y a este fin de tal modo me sacude
que en toda la semana
no se alborota más mi tramontana.
Luego que oyó el abad y el consistorio
el medio tan sencillo y tan notorio
de obviar las tentaciones,
decretaron los ínclitos varones
que un voto, de común consentimiento,
se añadiese en las reglas del convento,
por el cual no pudiera
fraile alguno vivir sin lavandera.
El abad, con presteza,
dejó al punto aquel voto establecido
y a los monjes, alzando la cabeza,
dijo: -El Señor, hermanos, nos ha oído,
cuando remedia así nuestras desgracias.
Cantemos, pues: Agimus tibi gratias.