Un gallo muy maduro, de edad provecta, duros espolones, pacífico y seguro, sobre un árbol oía las razones de un zorro muy cortés y muy atento, más elocuente cuanto más hambriento. «Hermano», le decía, «ya cesó entre nosotros una guerra que cruel repartía sangre y plumas al viento y a la tierra. Baja; daré, para perpetuo sello, mis amorosos brazos a tu cuello.» «Amigo de mi alma», responde el gallo, «¡qué placer inmenso en deliciosa calma deja esta vez mi espíritu suspenso! Allá bajo, allá voy tierno y ansioso a gozar en tu seno mi reposo. «Pero aguarda un instante, porque vienen, ligeros como el viento, y ya están adelante, dos correos que llegan al momento, de esta noticia portadores fieles, y son, según la traza, dos lebreles.» «Adiós, adiós, amigo, dijo el zorro, «que estoy muy ocupado; luego hablaré contigo para finalizar este tratado.» El gallo se quedó lleno de gloria, cantando en esta letra su victoria: Siempre trabaja en su daño el astuto engañador; a un engaño hay otro engaño, a un pícaro otro mayor.
El gallo y el zorro
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