Porque después del golpe vino la airada
retahila de insultos con que la veja,
ella tornó a callarse, sin una queja,
ya a las frases más torpes acostumbrada.
Y por fin, en el lecho cayó, cansada,
conteniendo esa horrible tos que no ceja
y de nuevo a la boca sube y le deja
el sabor de su enferma sangre afiebrada.
Y mientras el padre grita, brutal, borracho
como siempre que vuelve de la cantina,
ella piensa en el dulce sueño irreal
que sonara al recuerdo de aquel muchacho
que vio junto a la cama de su vecina
en la tarde de un jueves del hospital.