Cuentan que un orador célebre en Grecia,
mansión en otro tiempo soberana
de cuanta ciencia humana
el sabio mundo aprecia,
quiso las ruinas visitar de Troya:
Simón, su amigo, el pensamiento apoya,
que aunque no es anticuario,
antes por el contrario
tiene su si es no es de tarambana,
le entró no poca gana
de ver tierra también; y suponía
que el sabio ha de buscar su compañía.
Parten los dos, y al término del viaje
llegaron sin trabajos o incidentes:
¡ qué vista para el sabio! ¡ Oh, fiero ultraje
de la edad y barbarie de las gentes!
Donde Ilión su altísimo homenaje
alzaba a las esferas esplendentes,
hoy hallaron tan sólo pobre aldea,
que ni remota idea
da del gran pueblo antiguo desolado.
El sabio, en sus recuerdos embriagado:
¡Cómo!, decía, ¿ni el menor vestigio
veré de la ciudad, que fue prodigio
por mano de los dioses levantado;
y abatido también por las deidades,
pero cuyo prestigio
pudo sobrevivir a las edades?
-¿Dó están las torres que Héctor defendía?
¿Dó los campos, do Aquiles y Diomedes
mostraban generosa valentía?
Erudito lector, suponer puedes
que el que así se explicaba,
a la margen estaba
del Escamandro undoso;
río que entre sus ondas sanguinoso
arrastró rotos petos y celadas,
a cabezas calientes arrancadas.
Simón, que en antiguallas no repara,
y su imaginación tiene un reposo,
a otros objetos dedicarse ansiara,
propios de un hombre material y ocioso.
Llegó, pues, la ocasión. Fresca y sencilla,
con una linda cara
que hasta la misma envidia enamorara,
llegó del río a la yerbosa orilla
incauta jovencilla,
que en traje y compostura
parece una aldeana,
lo cual no perjudica a su hermosura:
al contrario, al viajante
más impresión le ha hecho, que si fuera
remilgada y enclenque ciudadana.
La hora terrible de la siesta era:
que en Asia hace calor sabe cualquiera;
que el calor importuno
excita las eróticas pasiones,
y aún las encienden más las ocasiones,
tampoco hay que explicárselo a ninguno.
Allí, no muy distante,
había entre el ramaje gruta oscura,
asilo cierto contra el sol vibrante,
en donde la inocente criatura
las calurosas horas
quiso pasar, juzgándose segura.
Pero las seductoras
ondas, que limpias a sus pies pasaban
y a refrescarse en ellas convidaban,
el calor, la galbana,
de bañarse en la niña
excitaron la gana.
El viajero se esconde y escudriña
aquellas perfecciones,
que atizan el volcán de sus pasiones.
Qué hará? Si mete ruido
y espanta a la deidad, todo es perdido.
Mas de cómo rendirla, de repente,
después que meditó por breve rato,
van a suministrarle un expediente
las creencias del tiempo mentecato.
¿ No gozó a Dánae, en oro convertido,
Júpiter atrevido?
¿ No hay otros mil ejemplos
de dioses, venerados en los templos,
que tras una mortal ciegos corrieron
y madres las hicieron
de ilustres semideos,
que la tierra llenaron de trofeos?
Manos a la obra pues: no hay que aturdirse;
un dios de este jaez puede fingirse.
Toma entonces Simeón los elevados
aires de un dios acuático, ciñendo
sus cabellos mojados
de césped y espadaña,
y toda su persona componiendo.
Luego con voz y entonación extraña,
al gran Mercurio invoca,
y a la deidad potente
a quien cuidar de los amantes toca.
La tímida muchacha que lo siente,
aunque sencilla ignora
del mancebo la astucia disoluta,
se atropella, se azora,
y huye a esconderse en la profunda gruta.
-Huyes del dios, la dice, de este río:
ven, pues, Nereida, ven, y no te escondas;
que con ser dueño mío,
serás también la diosa de estas ondas.
Por ti la forma de hombre
me he gozado en tomar: nada te asombre.
Vuelve al río, dichoso
en gozar de ese cuerpo delicioso,
que aún más que su cristal puro es mi pecho.
Ven a dejar mi anhelo satisfecho;
y en pago estas riberas esmaltaré de flores
que huellen esos pies encantadores;
y a ti y tus compañeras,
siempre que a ser mi esposa te resuelvas,
ninfas haré del río o de las selvas.
Nuestra joven, que estaba
con la cabeza llena de otras tales
hazañas de los dioses inmortales,
no dudó que era un dios el que la hablaba.
A ceder la deciden sin violencia
su halagüeña elocuencia,
su grato continente y rostro amable,
y, a decir la verdad, que es bien palpable,
un no sé qué de vanidad de moza
que en superar a las demás se goza:
flaqueza mujeril disimulable.
En sus senos umbrosos,
aquella gruta al sol impenetrable,
teatro fue dulce de hurtos amorosos;
y él la dio al separarse la advertencia
de que a verle viniera con frecuencia,
mas que a nadie su suerte revelara
hasta que la ocasión se presentara,
conforme a su deseo,
de anunciar a los dioses su himeneo,
cuando el cónclave sacro se juntara.
Ella, ¡ cosa bien rara!,
el secreto guardó con gran prudencia.
¡Qué mujer no se paga
de contar un secreto que la halaga!
Mas hagamos justicia a la heroína
de nuestra historia cierta:
siguiendo fiel la insinuación divina,
calló como una muerta;
y siempre que podía,
esto es menos extraño,
a la gruta venía
a verse con su dios, después del baño.
Mas cuando vino el frío,
cansado ya Simón de hacer de río,
poco a poco dejó la dulce gruta;
que el amor se fastidia si disfruta,
y veleidosos son, como traidores,
los dioses del Olimpo moradores.
La mísera insensata,
viéndose ya olvidada; triste y mustia,
sus facciones maltrata,
y a los cielos acude con angustia;
recorre con afán la selva hojosa,
parte a la cueva que la vio dichosa,
mil veces sale y entra,
y por más que se mueve a nadie encuentra.
Simón, que desde el punto
que dejó de ser dios le descontenta
esta tierra de Troya,
y tiene algún barrunto
de que puede salirle mal la cuenta
si llega a descubrirse la tramoya,
quisiera abandonar tales regiones;
mas entre tanto el sabio compañero,
emprendió excavaciones,
por comprobar las fábulas de Homero;
y héteme aquí con nuevas detenciones.
Mi hombre vivió encubierto,
como que su conciencia está intranquila:
mas ¿ cómo no tener algún descuido
que en su contra aprovechen
ojos que amor celoso despabila?
Y así sucede: el diablo que es experto
y tiene gran placer en meter ruido,
cruzando él casualmente,
dispuso que se halle
a la esposa endiosada en una calle;
en la cual, de repente,
del pueblo se juntó la gente toda
a ver pasar una lujosa boda.
Héteme sin escape al pobre mozo:
ella desde el momento
que lo reconoció con alborozo
dijo, abiertos los brazos, y en su seno
echándose llorosa:
-i Escamandro, mi dios! si sois tan bueno,
¿porqué dejasteis vuestra amante esposa?
La gente que escuchó a la desdichada,
luego soltó sonora carcajada;
pero cuando se entera
del vergonzoso caso,
al mal fingido dios del pueblo fuera
a palos arrojó más que de paso.
Él escapó: la incauta escarnecida,
en vista del engaño,
de cada lagrimal soltando un caño,
lloró toda su vida
ser juguete de un pillo,
cuando creyó con ánimo sencillo
que daba a un dios su mano y su persona.
¡Oh, vil superstición! ¿Y hay quien te abona?